Uno: Hablemos otra vez de zombies: en el mundo de habla inglesa se cuenta entre los libros que han gozado de un misterioso pero rotundo éxito editorial una Guía para sobrevivir un ataque de zombies (2003). Los “muertos vivientes” aludidos en este título, del escritor Max Brooks, no son convocados en sentido figurado (si así fuera, sería un texto muy útil en Bolivia, con el regreso hoy de tantos zombies históricos: el nacionalismo de Estado, etc.).
No, los zombies del libro son los que conocemos de las películas de George Romero y tantos remakes e imitaciones. En el ejercicio de cierto humor anglosajón, Brooks propone –luego de una introducción en la que explica “los mitos y realidades” sobre las desagradables criaturas en cuestión– una guía de consejos prácticos, un manual de autoayuda para salir ileso de tal ataque. Sus consejos están bien pensados: por ejemplo, “no corra” o “aléjese de las ventanas”, ambos inspirados en el hecho de que en las películas de zombies algunos ignorantes mueren precisamente porque corren o se acercan demasiado a alguna ventana. Pero la guía deriva sus mayores placeres de la tensión entre dos registros llevados a la parodia de sí mismos: el de experiencias extremas (aunque fantásticas) y del sentido común práctico de la cultura anglosajona: el qué hacer y cómo.
Dos: El escalador Aron Ralston no escapaba de zombies sino que iba al encuentro de experiencias extremas cuando, en abril del 2003, exploraba unas impresionantes formaciones rocosas -tipo Valle de la Luna, pero en piedra dura- en Utah, Estados Unidos. Iba solo y no había avisado a nadie de su excursión.
Cayó en una grieta y con él una enorme piedra que atrapó su brazo. Comienzan así las 127 horas -cinco días y pico- en los que Ralston tendrá que sobrevivir y encontrar una forma de librarse (pues, como nadie conoce su paradero, sabe que la esperanza de un rescate es nula). Concibe al fin una solución siniestra pero lógica: cortarse el brazo. Lo hace no con una espada sino con un motoso cortaplumas, del que dice: “Eso me enseñará a no comprar productos baratos chinos”.
Tres: A partir de esta historia real -que en su momento dio la vuelta al mundo- el director inglés Danny Boyle arma un guión discreto, reducido, pero casi perfecto. Salvo 20 minutos de prolegómenos, se queda pegado el resto de su película a un solo personaje, casi inmóvil, en una pequeña grieta.
Cuatro: El actor que interpreta a Ralston es James Franco, que ha recibido una merecida nominación al Oscar por este papel: es una interpretación que, como el guión, destaca por su contención. No lo vemos retorcido por ningún ejercicio de dramatismo exhibicionista, angustia metafísica o histrionismo actoral. Es más: Franco construye con paciencia la elusiva figura de un gringuito raro que, en situaciones que llaman a la desesperación, piensa como boy scout, metódico y frío.
Cinco: A Boyle no lo conocíamos por su moderación. Recordemos: en Trainspotting, 28 días después o ¿Quién quiere ser millonario? -que se ocupan, respectivamente, de drogas, zombies y pobreza-, Boyle se nos hacía un director ingenioso, pero enamorado de su propio efectismo visual. O, si se quiere, era uno de esos tantos realizadores que saben cómo condimentar las cosas, pero se olvidan de que lo suyo son ingredientes elementales y que ninguna cantidad de sal o pimienta salvará un mal corte de carne.
Un cine de escenas chocantes pero gratuitas, como pérdidas en historias de extrema simplicidad, casi de dibujos animados. En 127 horas, en cambio, la situación es de dibujos animados (Ralston como el Coyote semiaplastado por un yunque), pero Boyle no decide sobreexplotarla: incluso el auto-corte del brazo lo conocemos más por el sonido que por la imagen.
Seis: Tampoco se mete Boyle en pseudohonduras psicológicas: no acabamos el resumen de las 127 horas con un conocimiento “profundo” ni con una “explicación” de Ralston. La película se limita a narrar retos físicos, tocados con la misma desenvoltura con la que esa Guía para sobrevivir una horda de zombies propone sus consejos. Ralston, de hecho, encarna una lucidez obvia pero casi inhumana. Las preguntas que lo persiguen son detalladas: “el agua, a un ritmo de consumo mínimo, me durará tres días, luego de los cuáles moriré”; “el tiempo de respuesta de un equipo de rescate, si se supiera dónde estoy, es de dos días, pero no saben dónde estoy, así que upsss' cagué”.
Siete: Boyle, frente al desafío autoimpuesto de mantener nuestro interés (con un solo personaje en un espacio mínimo) aprovecha, claro, el lenguaje visual de la época. En su introducción, previa a las dificultades de su personaje, usa, con entusiasmo, pantallas divididas, montaje apurado, ángulos de cámara vistosos. Ya en el hueco, prueba -sin que se le pase la mano- cuánta posibilidad visual le queda, incluyendo un diario visual del protagonista (que llevaba una pequeña cámara en la mochila). Como el Tom Hanks de Náufrago (conversando con su pelota de voleibol), aquí Franco se desdobla: habla consigo mismo, en un distante tono de burla.
Ocho: No hay pues ninguna moraleja en 127 horas. O, si la hay, es del tipo “si va a comprar un cortaplumas, compre uno fino”. Como Robinson Crusoe, Ralston debe sortear obstáculos específicos: recoger una herramienta caída, detener la circulación de la sangre en el brazo atrapado, producir agua. Boyle se concentra en cada una de estas tareas con la misma absorta precisión que su protagonista. Acabamos así con un personaje intrigante: un Crusoe posmoderno que vive la tragedia de su autosuficiencia ilusoria como un triunfo, un entusiasta que -despojado de espesor- es la encarnación del “ingenio práctico” impersonal. Ralston no es Hamlet: en 127 horas no hay ningún “ser o no ser”. La cuestión aquí es cómo cortar(me) los nervios del brazo, cómo romper(me) un hueso.
Y medio: Dos de las aspirantes al Oscar de este año rodean acaso al mismo personaje: Zuckerberg, fundador de Facebook, en La red social y Ralston en 127 horas. Son dos películas que arman su narrativas alrededor de un joven que los directores -algo más viejos- no quieren o no pueden entender: ¿qué es lo que buscan? ¿Por qué?
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