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domingo, 13 de marzo de 2011

Lazos de sangre: Antígona en el bosque

Uno: Acabo de ver Lazos de sangre (Winter’s Bone). Mi primera reacción es simple: de entre las diez nominadas al último Oscar, creo que deberíamos considerarla la mejor, con ventaja. Es más: pertenece, casi, a otra liga. Esto último se lo puede entender de varias maneras: no sólo es mejor que las otras, sino que responde literalmente a otros registros, los del cine “independiente” norteamericano. Un origen diferenciado que tiene que ver con el tipo de universo temático que explora (regional, marginal) y con su estructura dramática misma (capaz de gestos que, aunque tradicionales, son ya impensables en el cine comercial).

Dos: Lazos de sangre fue nominada al Oscar probablemente por las peores razones: ganó premios y se detiene en un mundo “exótico”: gente pobre que habita un reducido hueco del vasto territorio estadounidense, gente que apenas sobrevive. No es la primera película gringa “chica” que accede a una modesta difusión internacional gracias a tales “atractivos”: Río congelado (2008) y Precious (2009), por ejemplo, obtuvieron no pocos réditos retratando condiciones “infernales” en guetos (culturales, clasistas, geográficos). Pero a diferencia de esas cintas, en Lazos de sangre la pobreza no es tema ni anzuelo: no se deja arrastrar por la “denuncia” sociológica de un “tercer mundo” escondido en el primero.

Tres: Su universo, decíamos, es particular: el de las comunidades blancas y pobres de los bosques de Ozark, al sudoeste de Missouri. Comunidades que podríamos llamar “campesinas” si no fuera porque, aunque rurales, no cultivan nada (en Estados Unidos no hay otra agricultura que la agroindustrial). Sin embargo, delatan su diferencia porque todavía viven entre animales, comen lo que cazan y encuentran en el desempleo una especie de estado permanente. Gente patriota, conservadora, endogámica, sin posibilidad de “movilidad social” (a no ser que consideremos que enlistarse como carne de cañón en el ejército gringo sea “moverse”).

Cuatro: Debra Granik, a partir de una novela policial de David Woodrell, no desdeña las dimensiones “sociológicas” de su historia: la suya es una película inmersa en un lugar y una cultura que se prestan, sin duda, a descripciones “densas”. La cinta se abre, de hecho, con una serie de “índices de clase” que, en nuestra parte del mundo, se nos escapan: vemos ropa tendida a secar (nadie, en Estados Unidos, que no sea muy pobre seca su ropa a la intemperie), vemos una papa en manteca (nadie, sino los muy pobres, usan manteca), vemos autos y electrodomésticos apilados en los alrededores de las viviendas, vemos perros encadenados.

Estas señales emblemáticas son parte de un repertorio de lugares comunes sobre la pobreza extrema, imágenes que declaran a gritos la “condición” sociológica mostrada. Lo interesante de Lazos de sangre es que estos apuntes no son objeto de una fascinación morbosa o editorialista sino marcas de un lugar: la película produce una sensación de especificidad geográfica, de “realidad concreta” (a diferencia de los sets y recreaciones de, por ejemplo, El discurso del rey o Temple de acero, que no dejan de parecernos nostálgicas y lujosas recreaciones de “looks” de época).

Cinco: Se supone que ésta es una historia policial. El autor de la novela en la que se basa ha llamado a su relato un “policial negro campesino”, es decir, un policial fatalista y violento como los otros, pero rural. La protagonista (o detective) es una adolescente, Ree Dolly, que, rápidamente descubrimos, es madre de su madre (que ha perdido la razón) y madre de sus hermanos pequeños (a los que viste, alimenta y educa). El padre, un conocido fabricante de drogas, ha desaparecido. La parte descriptiva acaba pronto en la película con la llegada de la Policía, o lo que los personajes llaman ominosamente “la ley”: el padre tiene que presentarse a juicio; si no lo hace, la familia que sostiene Ree perderá su casa. Tal la historia detectivesca: una hija en busca de su padre.

Seis: Se inicia así la pesquisa policial: la hija, a pie, deambulando los bosques congelados, de cabaña en cabaña. Como en el policial negro, entre pedazos de información y diálogos incisivos, lo que se arma es una lenta antropología: maneras de hablar y el consumo generalizado de drogas son parte del periplo y también el fuerte tribalismo de la comunidad, su lógica crudamente patriarcal, su endogamia irrestricta. Vemos gente golpeada pero entera, en un retrato de los misterios de hombres y mujeres que no hablan mucho y que, si lo hacen, es porque son la parentela de la protagonista (y de ahí el título en castellano: el universo de sospechosos se reduce a la familia).

Siete: Pero el relato se va transformando, de manera detallada, en un relato mítico. Lo que parecía la búsqueda de un desaparecido, se convierte en la historia de una adolescente en busca del padre que traerá orden a la casa (o Telémaco tras la pista de Ulises). Y el registro mítico da un nuevo giro cuando empezamos a sospechar que el padre está muerto y que de lo que se trata es de enterrarlo: la frágil Antígona que, en toda su imprudente insistencia, se enfrenta a lo social (que aquí es un clan de parientes violentos).

Ocho: Resumiendo: lo notable en Lazos de sangre es su capacidad de trazar una historia arquetípica desde la densidad de un universo concreto. No es, quiero decir, una película que discurra sobre una realidad sino que nos habla desde ella. Territorio garciamarquiano a momentos, incluyendo la perfecta dosificación de silencios y diálogos aforísticos (“Qué vamos a hacer contigo”, le dicen a la protagonista luego de golpearla. “Podrían matarme”, responde. Y añade “O podrían ayudarme”). Es, además, un universo que se sostiene a través del anclaje provisto por su protagonista (la estupenda Jennifer Lawrence): nunca la abandonamos y todos los personajes sólo lo son en la medida en que la tocan, en que se acercan a ella.

Y medio: Un indicio de que estamos hablando de una película que, modestamente, excede los límites dramáticos del cine norteamericano de sentido común lo proporciona su final. Es un final que no cierra ni acaba nada y se abre más bien a una agridulce e inestable ambigüedad.

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