Parece mentira que hayan pasado 35 años desde el brutal asesinato de Luis Espinal. Sus verdugos siguen vivos, varios de ellos libres e impunes, mientras de Lucho nos queda un legado enorme: valores humanos, honestidad intelectual, rectitud y ética a toda prueba. En la noche del 21 de marzo de 1980 lo secuestraron y lo torturaron durante varias horas en un matadero para luego acabarlo con varios disparos. Su cuerpo apareció tirado en un terreno baldío en Achachicala al día siguiente. ¿Qué consiguieron con eso? No pudieron acallar las voces de quienes escribíamos en el semanario Aquí, que él dirigía, no pudieron evitar que a su entierro asistieran cientos de miles de personas, no pudieron borrar su memoria.
Fue un día aciago para los bolivianos, pero yo lo viví con una mezcla de tristeza y alegría en una mañana llena de esperanza en Managua, Nicaragua, donde ese mismo sábado se lanzó una gigantesca campaña de alfabetización. Dos días más tarde, como si fueran acciones concertadas, acribillaron a balazos a Monseñor Arnulfo Romero en San Salvador. Los intolerantes sólo entienden de balas y represión violenta.
Mi relación con Luis Espinal se remonta a 1968, poco después de su llegada a Bolivia. En dos ocasiones participé como estudiante en los seminarios que impartía sobre cine, uno de ellos sobre "Grandes directores cinematográficos” (en su mayoría de Francia e Italia), y otro sobre "Aproximación a la crítica cinematográfica”, según recuerdo.
A partir de allí me tomé en serio el trabajo de escribir crítica cinematográfica primero en El Nacional y posteriormente en Ultima Hora, donde también escribía Julio de la Vega, mientras Espinal lo hacía en Presencia. Mi decisión de estudiar cinematografía en París fue también producto de mis conversaciones con Lucho Espinal. El golpe militar de Bánzer definió ese camino del exilio.
Mientras yo seguía mis estudios en el Instituto de Altos Estudios Cinematográficos (IDHEC) con cineastas de la nouvelle vague, en la Universidad de Nanterre con Jean Rouch, en la Facultad de Vincennes con el equipo de críticos de Cahiers du Cinema y Cinethique, y en la École Pratique de Hautes Études con Marc Ferro, mantenía con Espinal una correspondencia que me acompañaba y estimulaba.
Intercambiábamos pareceres y publicaciones. Lucho estaba suscrito a varias revistas francesas y a veces yo lo ayudaba a renovar esas suscripciones. Cuando pude regresar a La Paz en 1975 sostuvimos largas conversaciones sobre el cine europeo, del cual era un erudito. Su formación como cineasta en Milán y en Bérgamo, y sus estadías en París para llenarse de cine, le habían proporcionado un conocimiento que probablemente nadie tenía en Bolivia en ese momento.
Su experiencia de cineasta en España y en Bolivia, como realizador de las series de televisión Cuestión urgente y En carne viva le había dejado un sabor amargo: trató de que la televisión reflejara los problemas sociales más apremiantes en su país de origen y en su país de adopción, pero se topó en ambos casos con la censura de quienes prefieren esconder la verdad.
Quizás por ello se refugió en la crítica cinematográfica y posteriormente en el periodismo combativo. Al posicionarse políticamente eligió definitivamente a Bolivia como su país. No estaba de paso. Tenía muy claro que en su lucha por la verdad y por los más pobres tendría que pagar un precio alto.
A pocos días de mi regreso de Francia en 1978, con mi título de cineasta bajo el brazo (que no me sirvió de mucho), visité el grupo que hacía huelga de hambre en el matutino Presencia, junto a Domitila de Chungara, Xavier Albó y otros luchadores por los derechos humanos que exigían la renuncia de Bánzer. Conservo las fotos que tomé entonces. Esa huelga, que se extendió en todo el país, fue determinante en la caída de la dictadura militar.
El nuevo periodo democrático permitió que un grupo de periodistas independientes nos comprometiéramos con el semanario Aquí (Lupe Cajías, Antonio Peredo, René Bascopé, Remberto Cárdenas y otros) para denunciar cada sábado las amenazas a la democracia y los aprestos militares. No fue un periodo fácil, tuvimos que sobrevivir al golpe de Natusch Busch en 1979 y a un atentado en nuestras oficinas a principios de 1980.
Poco antes de viajar a Nicaragua en marzo visité a Luis Espinal en la casa de Miraflores, nos tomamos un whisky mientras conversábamos sobre cine y me mostró los tallados en madera que había realizado en los meses recientes. Me dio a escoger y estuve tentado de aceptar su oferta en el acto, pero le dije que mejor escogería con calma a mi regreso. Fue la última vez que lo vi con vida.
Este 21 de marzo de 2015 celebramos una vez más el Día del Cine Boliviano, conmemorando la muerte de Luis Espinal. El Decreto Supremo No. 29067 del año 2007 "determina que con el fin de realzar el Día del Cine Boliviano, cada 21 de marzo, las salas cinematográficas y los canales de televisión deberán exhibir obligatoriamente filmes nacionales, especialmente aquellos relacionados a la temática de Derechos Humanos y de pueblos originarios”.
Varias instituciones defensoras de los derechos humanos, entre ellas la Asociación de Familiares de Detenidos, Desaparecidos y Mártires por la Liberación Nacional (ASOFAMD) preparan actos públicos para recordar a Luis Espinal. La Cinemateca Boliviana, por su parte, ha programado para el viernes 20 de marzo la presentación de la segunda edición de mi libro Luis Espinal y el cine (Plural 2014) con una hermosa portada de Hans Hoffman, así como la proyección del documental Luis Espinal, un mártir incómodo, realizado para la Televisión de Catalunya por Mariona Ortiz y Ana Masllorens. Además, se entregará el Premio Semilla al actor Jorge Ortiz y al distribuidor Guillermo Wiener. El mejor homenaje a Lucho Espinal sería participar en esos homenajes.
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