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miércoles, 5 de abril de 2017
El cine boliviano celebra su día planteándose sobre su presente, su pasado y su futuro
Cuando cambia el año, o cuando cumplimos uno más, a todos nos asalta la necesidad de echar un vistazo a lo que somos y a lo que hemos sido y de hacer planes para mejorar en muchos aspectos de la vida. Al cine boliviano le pasa lo mismo cada 21 de marzo, cuando celebra su día. Esta vez, con la excusa de la fecha, todo el que tiene un rol delante o detrás de la cámara como profesional o aficionado se ha reunido en unas mesas redondas para intercambiar experiencias buenas y malas, compartir miradas y encuadres y orientar los focos hacia el futuro. Pero también ha habido tiempo para homenajear al cineasta, comunicador, escritor y varias cosas más Alfonso Gumucio Dagron y al periodista Ricardo Tórrez Garay. Ambos recibieron, el martes, el premio más importante del cine boliviano, el Semilla de oro, que han merecido por sus carreras profesionales.
Que el premio se llame así, semilla, dice bastante de cómo se encuentra el cine boliviano: con futuro, pero necesitado de cuidados. Lo que se viene, en opinión de la directora de la Cinemateca, Mela Márquez, es un difícil malabarismo para lanzar hacia arriba nuevas formas de hacer el cine sin dejar que lo bueno que se ha hecho hasta hoy caiga al piso. “Hay que seguir contando cosas de aquí, pero hay que contarlas bien y de otra forma; si las cuentas como un noticiero la gente no las va a ver”.
De hecho, ocurre que la gente no las ve, o las ve mucho menos que antes. Los filmes nacionales más taquilleros, Viejo calavera y Engaño a primera vista, atraen unos 50.000 espectadores cada uno, mientras que en los años 70 hasta 300.000 personas se acercaban a ver un estreno boliviano. Aun así, ahora se produce más que nunca, porque hacer una película sigue siendo heroico en muchos aspectos pero tal vez ya no tanto en lo económico, y hay algo más de margen para la experimentación, para el error, e incluso para la frivolidad. Esto, según la cineasta Verónica Córdova, quien relaciona cantidad y calidad, es sano: “El objetivo debe ser que se rueden muchas películas, buenas, malas, grandes, pequeñas, exitosas y no, porque es la única manera de que se consolide una cinematografía nacional.
A veces hay quien se deprime porque lo que se hace no es muy bueno, pero hay que hacer mal cine para llegar a hacer buen cine”.
El cine boliviano ha tenido su principal valor en que ha sido una de las artes más políticas y socialmente comprometidas y ha mostrado lo que quedaba oculto; por eso la película de Jorge Sanjinés (1989) se titula La nación clandestina. En 2017 van quedando menos sombras que iluminar, el país ha cambiado y el cine ya no es, como era, uno de las pocas herramientas “para promocionar valores culturales, la lengua, la tradición oral, la vestimenta… los rasgos principales de identidad”, dice la videasta y guionista Liliana de la Quintana. A partir de ahora habrá que encontrar nuevos temas, pero sin perder esa capacidad de siempre para animar a mirar al otro y relacionarse con él. Así como antes el foco se puso casi exclusivamente en el indígena, en el futuro el cine debería fijarse en problemas muy presentes como el alcoholismo, la informalidad institucionalizada, el irrespeto por el medio ambiente… y sobre todo en el machismo, la tragedia de los feminicidios, la invisibilización de las mujeres. Lo dice Márquez: “El cine boliviano tiene muchas deudas y una muy grande con las mujeres. Hay muy pocas en las historias que se cuentan. Y también detrás de la cámara hay pocas, aunque ahora aparecen más”.
La pasión del navegante
Carlos D. Mesa -
expresidente de la República e historiador
Alfonso Gumucio Dagron, o Moro, como lo conocemos todos, es un hombre incansable en su trabajo y en sus convicciones. La comunicación es su pasión, sí, pero sería insuficiente encuadrar al cineasta, al poeta, al narrador, al entrevistador, al teórico, al investigador, al académico, al docente, en esa definición: comunicador. Probablemente le cuadre, pero no le alcanza del todo.
Escojo su pasión inocultable: Bolivia. Moro no sería “el Moro” sin su brújula referencial boliviana, no ciertamente la del nacionalismo chauvinista, la del sentimentalismo de himnos y banderas, sino la de un actor y un testigo crítico de su país que busca, que desentraña, que cuestiona. De su prolífica obra de miles y miles de páginas publicadas e inéditas, de horas y horas de imágenes, la que lo ata a Bolivia es la más intensa, la más valiosa, la que más sacude.
Moro milita por Bolivia y por América Latina desde sus años de juventud, desde su formación parisina, desde su lucha frontal contra las dictaduras militares, desde la ácida y contundente escritura de sus poemarios. Para quienes no vivieron los duros años de la Bolivia de la represión y el exilio, es fácil olvidar el tránsito que nos permitió conquistar la democracia. Moro es uno de esos bolivianos que se jugaron por la libertad y que se jugaron por un lenguaje alternativo que les dé voz a los sin voz, cuando el internet y las redes eran poco más que una quimera. Primero el cine comprometido, luego la posibilidad de otro cine desde las bases populares, finalmente la comunicación como un instrumento eficaz para el desarrollo.
En la investigación, riguroso como es, llevó a cabo la primera gran historia del cine boliviano, cuando esa aventura era una preocupación de unos pocos. Sigue hoy como el pilar fundamental de la bibliografía sobre el tema. La hizo —igual que su libro clásico sobre los cines de América Latina— mientras, disciplinado hasta la irritación, veía por lo menos una película diaria de la que escribía, imperturbable, una reseña crítica.
Digno heredero de su padre, Alfonso Gumucio Reyes, ha sido siempre insobornable. Insobornable por la libertad, algo que es tan difícil de entender para muchos que creen que la ciega obsecuencia a un partido o a un líder se debe entender como lealtad a algo o a alguien. La lealtad de Moro se dedica a sus principios, aquellos que guían a un ser humano más allá de la mezquina y miope mirada del ir y venir de la política mal entendida.
Pero todo ello no sería suficiente si no conociéramos su infatigable ruta por el mundo. Literalmente ha recorrido por lo menos medio centenar de naciones de los cinco continentes, lo que lo ha vinculado con una idea excepcional de la universalidad, no la de la globalización serial sino, por el contrario, la del conocimiento a través del rasgo más notable de lo humano: la amistad. Ha hecho amigos en todas partes. Pintores, cineastas, dramaturgos, novelistas, compositores, intérpretes, mujeres y hombres de diverso origen y diversas miradas componen el mosaico de sus relaciones, que son mucho más que contactos sociales de circunstancia para convertirse en vínculos hondos que permiten el descubrimiento enriquecedor de la otredad.
Hemos construido una sólida amistad que comenzó con una emulación intelectual en nuestros años tempranos de cine y Cinemateca y que muy pronto se convirtió en una gran sintonía por tantos intereses comunes, por un respeto y una gran admiración hacia su compromiso intelectual, por la dimensión de su obra y porque —esto es lo esencial— su calidad humana y generosidad lo valen.
La premisa más importante de Moro parece ser no detenerse nunca, no rendirse nunca al cansancio, o al desaliento. Como el gran navegante, dice siempre en lo íntimo de su alma: “Vivir no es necesario, navegar sí es necesario”.
Una ayuda para decidir
Claudio Sánchez -
Crítico de cine
Con una carrera de 32 años continuos en la televisión, Ricardo Tórrez Garay se ha convertido en símbolo de un tiempo de los medios de comunicación bolivianos. Su vocación lo hace el referente de un formato televisivo especializado en el séptimo arte y que responde al fenómeno cultural y de masas de la gran industria.
Iniciar una carrera televisiva a mediados de los 80 tiene una serie de connotaciones. Entonces ya se habían establecido en Bolivia los canales privados, pero todavía el cable no se insertó en la vida cotidiana. Son años de crisis económica y sin embargo las salas de cine conservan su particular atracción, como parte importante de los fenómenos culturales populares. El videoclub es aún un lujo, el arriendo de películas no es un hábito sino una curiosidad y la sala de cine conserva su cualidad de espacio de encuentro social. Así, la promoción de los grandes estrenos resulta muy importante y adquiere su cúspide con los programas que hizo y hace Tórrez Garay.
Los 90 representan la gran crisis de las salas de cine. A finales de esta década se cierran las grandes salas y se les cambia su razón de ser. Pocos cines sobrevivirán a este fenómeno, y son también pocos los intentos de producir contenidos especializados para los medios de comunicación. A pesar de la adversidad, Ricardo se mantiene firme y, aunque se le puede señalar cierto apoyo por parte de las grandes distribuidoras, esto no desmerece su voluntad de perseverar en el rubro que ha elegido como propio.
Los 2000 son tiempos de cambio, el país toma un nuevo rumbo, lo que coincide con una nueva forma de entender la sala de cine en el mundo. Ahora una película complementa una actividad social que sucede en los centros comerciales. Acorde a la actual forma de consumo cultural —y por la mejora de la capacidad adquisitiva de los bolivianos— el cine ha cambiado su forma de ser promocionado, incluso convirtiéndose en un subproducto de otros fenómenos culturales.
Ya la segunda década de este siglo tiene consolidado un sistema de información especializado en cine, pues la tecnología permite a los espectadores el contacto directo con el star system y los estudios. Sin embargo aún queda la necesidad de no claudicar frente al chisme. Tórrez Garay hace de sus programas de Tv y de los suplementos que edita espacios que orientan al espectador, para elegir y descubrir un microcosmos fascinante: el cine de la gran industria.
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Cine Boliviano
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