Uno: Según la publicidad, Red Social nos cuenta la historia de Mark Zuckerberg, el adolescente que inventa Facebook, gana miles de millones de dólares, hace 500 millones de “amigos” (el número de usuarios de esta red) y –en el proceso, previsiblemente– vende su alma al diablo: pierde amigos, comete crueldades, deja su camino al éxito regado de cadáveres. Se trataría, en suma, de otra alegoría moral sobre las miserias psicológicas y éticas del capitalismo.
Dos: Esta película de David Fincher es eso, pero no solamente eso. En el centro, como en sus mejores esfuerzos (Zodiaco, sin duda; quizá la irregular El club de la pelea), descubrimos que los misterios de un personaje obsesivo logran matizar el pobre esquema narrativo. La publicidad también miente: el protagonista no hace millones de amigos, acumula miles de millones que no le interesan y tampoco sacrifica afectos a cambio del éxito: los pierde porque nunca deja de ser lo que es.
Tres: Red Social coquetea, a pesar suyo, con las clásicas narrativas del siglo XIX ocupadas de dar cuenta de los brutales tiempos heroicos de la burguesía. Zuckerberg acaso sea el mismo joven arribista que vende su alma para triunfar sobre una clase que desprecia y de la que termina siendo parte. Un Rastignac de Balzac con acceso a internet. Otros paralelos obvios, más cercanos, son posibles (y han sido señalados): Mark Zuckerberg es también el nuevo Ciudadano Kane (que logra todo menos ser feliz, que acaba solo y torturado por los recuerdos de aquello que pierde: en el caso de Zuckerberg, una novia en vez de un trineo); Mark Zuckerberg es además el nuevo Jay Gatsby, conflictuado arribista que busca comprar algo que no está a la venta (personaje de Scott Fitzgerald, el autor que Fincher adaptó en su anterior –y bastante mediocre– película: El curioso caso de Benjamin Button). Pero estos paralelos, sin duda legítimos, olvidan que lo más interesante de la película es que deja entrever un nuevo tipo de riqueza, otra suerte de arribista, otro tempo histórico.
Cuatro: Red Social es una película histórica (con los correspondientes marcadores de época) sobre hechos que ocurrieron entre fines del 2003 y buena parte de 2004. Estos hechos están a la vuelta de la esquina y, sin embargo, son tratados hasta con nostalgia: para la amnésica velocidad de este tempo histórico, contar la invención del celular sería equivalente a rastrear los oscuros y prehistóricos tiempos de la invención de la rueda. Si la analogía es legítima, habría que decir que Rastignac, Kane y Gatsby necesitan de toda una vida para joder su vida: Zuckerberg apenas dos años.
Cinco: El origen de Facebook es abordado con la familiaridad del que no puede imaginarse un mundo sin agua potable: se da por hecho y sabido lo que merecería ser explicado. Aunque de algo nos enteramos. Por ejemplo: a) que en su versión original, Facebook era una red social exclusiva, reducida a poner en contacto, cual logia, a los estudiantes de la universidad de Harvard (que viven y pasan clases juntos, a metros de distancia, las 24 horas del día); b) que su atractivo mayor radicaba en las promesas del ligue sexual (la categoría que distingue al sitio de otros es la que pregunta: “situación de pareja”). c) O que el prototipo del sitio fue una broma misógina, llamada Mashface, que permitía a los estudiantes votar entre dos fotos de sus compañeras de universidad (según una pregunta única: ¿cuál es más sexy?). Pero lo interesante de Facebook (¿por qué funciona?, ¿por qué es adictivo?, ¿cómo genera los miles de millones que genera?) es abandonado a la conjetura o al sobreentendido.
Seis: Fincher prefiere psicologizar una historia cuyo interés es marginalmente psicológico: absorben su atención, medio telenovelera, los dilemas de la amistad traicionada (Zuckerberg rompe con su gran amigo, el brasileño Eduardo Saverin), o del resentimiento (Zuckerberg, un judío de clase media, parece codiciar/despreciar a los perfectos y hermosos miembros de la élite adinerada), o de las seducciones del mal (aquí representado, cual Mefistófeles, por Sean Parker, el creador de Napster). Pero lo que queda –lo que intriga– es el opaco personaje en el centro de todo: el nerd genial, incapaz de sostener una conversación social de dos minutos, agudo y brutal.
Siete: Lo mejor de la película no radica, entonces, tanto en la historia que nos cuenta sino en lo que no puede entender: qué es lo que mueve a su personaje central. Fincher prueba explicaciones: sugiere el resentimiento social, el poder, la soberbia, la inmadurez. Pero ninguna de estas motivaciones son convincentes y lo que se sospecha es un escandaloso misterio: los nuevos multimillonarios (Zuckerberg es el más joven de la historia) son impulsados por “otra cosa”. Recuérdense sino los comentarios escandalizados sobre Bill Gates: ¿cómo un tipo que tiene más de cincuenta mil millones de dólares anda por ahí con un corte de pelo de 20 dólares? Hay algo en ellos, se nos dice, siniestro.
Ocho: Lo que se propone como una oscura motivación del personaje central (el resentimiento) termina siendo la motivación de los realizadores de la película. Lo que pretende ser el despiadado retrato de un nerd acaba siendo el de otra clase social y otra generación (la de Fincher), casi molesta porque su objeto de estudio no exhibe los impulsos de un capitalista normal: si no es el dinero, la simple codicia ¿qué impulsa a Zuckerberg?
Y medio: Como el que más, estoy atrapado en las estructuras adictivas del fetichismo de los aparatitos. Como tantos, soy de los que no se pueden imaginar su vida “sin e-mail”, “sin internet”, sin esto o aquello. Pero también como tantos, una aguda ambigüedad preside, al menos ideológicamente, mi contacto con esas tecnologías: en ellas, y no en los nerds gringos que las inventaron, intuyo algo profundamente siniestro. Esta ambigüedad de “la nueva economía” no preocupa al Fincher de Red Social, ocupado como está en narrar una historia del siglo XXI como si fuera una alegoría moral del XIX.
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