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martes, 28 de diciembre de 2010

Crítica a la cinta La vida secreta de las palabras

Todo secreto se va desocultando a través de las palabras y, a su vez, las palabras poseen secretos que se van desocultando en acciones preformativas, siendo ésta una manera de adquirir forma, como las imágenes que se hacen y rehacen a partir de sus secretos. Estas imágenes devienen contenidos (poseedores de promesas, esperanzas, horror y vergüenza) que edifican las nuevas formas que, entre los tantos desafíos que tienen, está el de preservar la memoria y, de alguna manera, la fragilidad humana.

La vida secreta de las palabras nos muestra a Hanna, una muchacha que vive en algún lugar de Irlanda, se lava las manos sin cesar, efectúa llamadas para poder llorar, come sistemáticamente pollo, arroz y media manzana, estudió enfermería, trabaja en una empresa textilera donde nunca pidió ni un día de vacación en cuatro años, tiene un acento extraño, carga una enorme vergüenza y además es sorda. Una casualidad, en los días de sus nuevas vacaciones, le permite llegar a una plataforma petrolera en medio del océano donde sólo habitan seis personas que lo único que quieren, aparentemente, es que los dejen en paz. Entre ellos Josef, el paciente que debe atender Hanna: él quedó temporalmente ciego, tras intentar salvar a un colega que intentó suicidarse durante un incendio en la plataforma.

120

minutos dura la cinta española de Isabel Coixet, que fue filmada en 2005.

La primera parte de la película se desarrolla en la plataforma, teniendo como gélido paisaje de fondo las olas del mar y la bruma. La constante incomunicación entre los personajes es el elemento hacia donde apunta la mirada de Coixet. Esta mirada, al incidir en la incomunicación, terminará desnudando las emociones de los personajes, a medida que los secretos se van develando, sólo por la palabra: Hanna, sorda, que narra a su interlocutor ciego las pesadillas que vive a consecuencia de su horroroso pasado; y Josef que no puede verla y no deja de hablar buscando matar el tiempo.

Es el tiempo lo que se busca transgredir, un tiempo pasado que dejó cicatrices en la piel y en la memoria, un tiempo que retumba en la conciencia.

En la segunda parte de la película, las heridas y el pasado dejan de ser insinuaciones, ya no son vestigios de un tiempo, sino que cobran existencia. Tanto es así que la memoria, y con eso cierra Coixet su alegato sobre el secreto de las imágenes, nos ofrece un perturbador diálogo sobre la buena memoria europea y su responsabilidad sobre cierto pasado reciente, vergonzoso y vergonzante, a tal extremo que las imágenes (como las palabras) contienen secretos que deben ser revelados para poder no sólo comunicar sino sobrevivir.

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