Fernando Meirelles parece empeñado en demostrar que la calidad de un cineasta no tiene por qué variar en función de la nacionalidad de la película que dirija. Desde que se diera a conocer a nivel internacional con Ciudade de Deus se ha paseado por el mundo en busca de diferentes fuentes de inspiración literarias.
360 no sólo es el último ejemplo de esta práctica, sino que a través de esta torre de Babel caleidoscópica que nos lleva de un país a otro de una manera casual articula una trama en torno a los encuentros fugaces y las diferentes posibilidades que se abren ante el individuo en función de la decisión que tome en un momento dado. Una obra de espíritu más budista que católico en la que no es el final lo que determina la validez de su trayectoria vital, sino las decisiones que se toman en el camino, las cuales son las que llevan hacia un final u otro.
Todas las historias se conectan de una manera natural y hasta espontánea, que fortalece también el concepto de la conexión que tanto fallaban en demostrar Andy y Lana Wachowsky junto con Tom Tykwer en Cloud atlas, a partir de la novela de David Mitchell.
Lo que parece quedar claro es que Fernando Meirelles es consciente de que todo es un remix, mientras el otro trío de cineastas se empeña en hacernos creer que todo lo que hacen es fresco y nuevo, cuando no lo es. En realidad, 360 marca la diferencia no tanto a base de su distancia con el material original, sino a tres sólidos pilares como el guión, la dirección y la interpretación.
Dos veces nominado al Oscar por trabajos como The queen y Frost/Nixon y autor de otros guiones tan estimulantes como los de The last king of Scotland o Hereafter, Peter Morgan consigue tejer un entramado global sostenido por las particularidades de cada una de las pequeñas historias que sostienen esta torre de Babel.
Aunque hablen diferentes lenguas, las necesidades afectivas de los personajes son las mismas, independientemente del país que habiten, el idioma que hablen, la religión que profesen o su clase social. No sólo se detiene en relaciones amorosas, sino que coloca a la misma altura las relaciones fraternales, así como las de padres e hijos.
Si el texto construye la base emocional de la película, la aproximación visual de Meirelles permite un contraste que acentúa la naturaleza existencialista del relato.
Ese tono frío e intelectual con el que se acerca a los personajes evidencia la melancolía y la insatisfacción que impregna sus vidas, acentuado por la magnífica fotografía de Adriano Goldman, que enmarca siempre a los personajes con esa casualidad tan (im)precisa, remarcada por la ausencia de una banda sonora extradiegética que incida en el ánimo del espectador.
Es como si el director no quisiera influir ni anticiparse al desarrollo de las diferentes historias, como si la cámara fuera una presencia invisible que comparte con nosotros la vida de los personajes con la vacilación justa para que podamos continuar cada una de ellas de la manera más libre.
Finalmente, es imprescindible aludir a la eficacia de un reparto que incluye a tantas nacionalidades como se representan en la película. Todos ellos saben convivir y moverse en el espacio cinematográfico de 360 con la misma soltura con la que trazaríamos un círculo con un compás. Ninguno sobresale por encima de los demás a pesar de que, lamentablemente, los anglosajones sean mucho más conocidos que los demás.
Está claro que el cine es un lenguaje universal y no importa el idioma ni el lugar siendo, tal y como 360 demuestra, el sentimiento y la emoción lo que nos conecta a todos. Y Fernando Meirelles consigue conectar con todos de nuevo. (Extracine)
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