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lunes, 22 de abril de 2013

Tesis sobre un homicidio

Es indiscutible que hace bastante tiempo Ricardo Darín es uno de los mejores actores de la cinematografía argentina. Quizás a partir del éxito (y Oscar) de su tercera colaboración con Juan José Campanella, El secreto de sus ojos, se ha convertido en toda una estrella. Quizás no de alcance internacional, pero desde luego en lo que respecta al espectador latinoamericano, en el que incluyo al español, claro está.

Convertido casi en el buque insignia de una productora como Tornasol, Tesis sobre un homicidio es el último peldaño de una filmografía sólida y coherente en la que, aunque haya peldaños resbaladizos, como es este caso, él nunca parece salir escaldado y ésta es una de las mejores bazas de la película.

Es posible que Patricio Vega no haya reparado en que no es lo mismo adaptar una novela al cine que escribir para los episodios de una serie como Hermanos y detectives.

Puede que Tesis sobre un homicidio funcione muy bien en la novela homónima de Diego Paszkowski, porque lo que es, en la película, a pesar de que el planteamiento inicial parta de una premisa interesante, no consigue alejarse en ningún momento de los límites de la previsibilidad. Lo único que hace realmente interesante el relato es la ilusa esperanza de que haya un giro realmente impactante que consiga tirar por tierra todas las anticipaciones que haya sido capaz de prever el espectador.

A primera vista, también los personajes pueden parecer muy bien trazados, pero el interés parte única y exclusivamente de sus intérpretes. Porque a pesar de sus contradicciones si Robert Bermúdez consigue interesarnos como personaje sólo es gracias a la interpretación de Ricardo Darín, de la misma manera que Laura Di Natale nos parece frágil y cautivadora por la acción de Calu Rivero. Pero en lo que respecta a Gonzalo Ruiz Cordera, en la primera interpretación en la que Alberto Ammann hace de argentino, ni consigue hacernos creer que lo es, ni que ha podido ser capaz de lo que hace su personaje, o de sembrar la duda, como también se pretende.

Lo que sí está muy bien cuidada es toda la labor de dirección artística. Desde los espacios naturales en los que se desarrolla la acción, que transmiten ese peso psicológico de la justicia que arrastran los personajes, hasta todos los detalles de los interiores de las casas en las que viven; la de Roberto tiene muebles de materiales nobles y diseños clásicos, la de Laura cuenta con elementos poco estéticos y de escaso valor económico y, finalmente, la de Gonzalo es la “típica” casa fría con muebles de diseño. Nuevamente es este personaje el más endeble porque, por mucho que tenga dinero, no sé si habrá por ahí muchos pisos de alquiler amoblados con sillas diseñadas por Mies van der Rohe.

Poco puedo decir de la aportación de director de Hernán Golfrid, en el que es su segundo largometraje.

Su planificación es sencilla y adecuada, pero quizás demasiado plana y carente de personalidad.

Es posible que sea su propia influencia, marcando con la cámara todos esos detalles que tanto recalca el abogado a sus alumnos, la que termine por ser el elemento que traiciona al texto, al hacerlo más previsible que lo que en primera instancia podría haber sido y al quedar preso de la estructura, pero no de la justicia, sino de la que trata de establecer esa dualidad sobre lo que sucede y lo que podría haber sido inducido por la propia falta de perspectiva del personaje. Una dualidad que en ningún momento está realmente conseguida.

No voy a referirme a la resolución de la película, por no contribuir a la previsibilidad de la que hablaba, pero tampoco ayuda en nada a mejorar el sabor agridulce que finalmente deja en el paladar.

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