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domingo, 14 de agosto de 2016
Insuperable acción en el mejor Bourne
Matt Damon vuelve a meterse en la piel de Jason Bourne en la quinta parte de la serie iniciada en 2002.
Jason Bourne es ya la película más taquillera de la saga. En las anteriores entregas asistimos a la búsqueda de nuestro exagente secreto (cuyo verdadero nombre es David Webb) con la intención de conocer su pasado, olvidado cuando cayó inconsciente en las aguas del Mediterráneo.
Algunas cosas averiguó, como que había sido reclutado por los departamentos más ocultos de la CIA para modificar el comportamiento humano y convertir a soldados en "máquinas” de matar, frías y sin sentimientos. Pero aún hay más.
Jason Bourne comienza en Reikiavik, con la única y fiel amiga de Bourne, Nicky Parsons (Julia Stiles), indagando sobre su colega, el cual malgasta los días luchando a puño descubierto en combates clandestinos. Mucha adrenalina que soltar. Parsons contacta con él para informarle de algo importante: el padre de Bourne, Richard Webb (Gregg Henry), tuvo un papel relevante en la creación del progama Treadstone de la CIA, al que su hijo perteneció. A Parsons, sin embargo, la tienen vigilada desde los servicios secretos, y la intención del director de la CIA, Robert Dewey (Tommy Lee Jones), y la talentosa subordinada Heather Lee (Alicia Vikander) es acabar con ella y Bourne
Tercera colaboración, por tanto, entre Damon y Greengrass. Vienen fuerte y dándolo todo, especialmente Greengrass, el cual lleva su peculiar estilo fílmico hasta sus últimas consecuencias… con éxito. La cámara se mueve más que nunca y, he aquí la paradoja, con una extraña claridad a pesar del caos de las secuencias. Un trabajo titánico de edición, planificación y sonido que deja con la boca abierta.
La acción es visceral, "in your face”, espectacularidad sin necesidad de interminables efectos digitales. Sólo un experto en el suspenso visual como el director británico puede salir airoso de algo tan arriesgado. Basta recordar su maestra dirección en United 93 (2007) o Captain Philips (2013), donde sacaba jugo dramático desde la perfecta elección de planos y el montaje de Christopher Rouse, colaborador habitual de Greengrass y que además también colabora en el guión.
Jason Bourne es cara, muy cara, y además es brillante. Las dos cosas no siempre van cogidas de la mano. Las hiperbólicas persecuciones de las secuencias de la manifestación en la plaza Syntagma de Atenas o la parte final en Las Vegas son delirantes a la par que realistas. Llamadme ingenuo, pero todavía no sé cómo lo hicieron. Por otra parte, choca que los policías sean tan torpes y no logren atrapar ni a Damon ni a los que lo persiguen. Cosas del cine que nunca cambiarán, como esa parafernalia habitual de la CIA que se muestra en las películas, mucho más sofisticada (sospecho) que lo que de verdad tienen.
El guión es robusto y no se centra en las meras caricaturas… aunque Bourne necesite hablar un poco más, una sonrisita, una lágrima, algo. Es el protagonista, y, sin embargo, es el que menos interesa. Va a lo suyo y sólo tiene una única meta: saber qué ocurrió con su vida años atrás. Mientras llega a su destino, se carga (sin querer, se entiende) a unos cuantos transeúntes por las calles de todo el mundo.
Es gélido, calculador, egoísta, material perfecto para odiar. Bourne es prácticamente un robot. Empatía poquita, la justa, por mucho que los guionistas intenten suavizarlo mediante la cercanía emocional con Nicky Parsons. En cualquier caso, el filme es tan vibrante y sólido que no queda más remedio que rendirse a sus pies a pesar de los (perdonables) defectos. Nada es perfecto.
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