Ser rey tiene sus bemoles, incluso para una monarquía tan (poco) decorativa como la inglesa, aunque en realidad el concepto bien puede hacerse extensivo a todos los similares saldos medievales.
Pues bien, no se trata sólo de soplar y hacer botellas, ni mucho menos de engendrar príncipes y princesas destinadas(os) a convertirse en carne de televisión y en protagonistas de ceremonias kitsch, pero de alto rating; de vez en cuando hay que pronunciar un discursito. Si el discurso en cuestión se encuentra adicionalmente orientado a transmitirles a sus coterráneos la buena nueva de que, en nombre de la patria y esas cosas, ha decidido mandarlos a todos a la carnicería de la guerra, entonces los impedimentos oratorios se convierten en cuestión de Estado.
Así, el asunto de un rey tartamudo, tema para los hermanos Grimm, se torna en motivo de aflicción para la entera familia real y la burocracia circundante. Así ocurrió efectivamente en el caso de Albert Edward Arthur George de Windsor, duque de York, condenado a ser cualquier día de esos el rey Jorge VI, considerando que su hermano mayor, heredero natural del trono, es lisa y llanamente un tiro al aire, que llegado el momento preferirá apostar a su romance con una plebeya extranjera en lugar de asumir sus responsabilidades.
La trama arranca cierta tarde de 1925, cuando el hombre que sería rey masculla su nerviosismo en los pasillos del estadio de Wembley, aguardando el temido instante en el cual deberá pronunciar, ante las gradas abarrotadas de gente y frente a un micrófono las palabras de inauguración de la Exposición del Imperio Británico. Le va como en la guerra, un real papelón, ni una sola frase sale fluida de su boca. Y así no hay manera, no se puede ser rey.
Menos mal, por alguna casualidad que la película se priva de pormenorizar, la futura reina Elisabeth, entonces simple consorte del duque, toma noticia de la existencia del doctor Lionel Logue. Este australiano se convertirá en la única esperanza para enderezar las trabas del noble, a quien tutea con irreverente desparpajo, llamándolo Bertie, aunque ése sea el menor de los “agravios” a la real investidura que se permitirá utilizar como parte de un tratamiento heterodoxo.
En definitiva, la trama pivotea sobre la ciclotímica relación rey-tutor, astuta opción de libreto y dirección para obtener el mejor partido posible de la robusta capacidad actoral de Colin Firth y Geoffrey Rush, ayudados por una abigarrada batería de diálogos punzantes y acompañados de un séquito de secundarios igualmente solventes, salvo alguna sobreactuación, tal el caso de Timothy Spall a cargo de una suerte de caricatura, involuntaria imagino, de Winston Churchill.
Por lo demás, todo está trabajado mediante un mecanismo de acumulación hacia el momento crucial, esperado por sus vasallos-conciudadanos y por el resto del mundo, cuando el ya devenido rey deberá anunciar, sin dubitaciones ni pausas discursivas, la declaratoria de guerra al Tercer Reich.
En la realidad, el anuncio demandó unos pocos minutos, dilatados hábilmente en la versión cinematográfica del suceso hasta dar la apariencia de una pequeña eternidad, que es como debió probablemente sentirse el orador.
Historia. El director Tom Hooper proviene de las filas de la BBC, de donde trae una formación académica que le permite contar lo suyo sin arriesgar firuletes de puesta en imagen, sin arriesgar nada, atenido a la claridad expositiva y al desempeño de sus actores, salvo cierto abuso del gran angular para comprender en una sola imagen, ya sea los ambientes donde pasan sus días los miembros de la realeza y sus acólitos, ya sea para abarcar de un solo vistazo el impresentable consultorio de Logue.
Hooper se desentiende de las fidelidades históricas, tanto en la caracterización: Firth no se parece en absoluto a Jorge VI —de Logue no subsisten imágenes auténticas de modo que nadie recuerda su apariencia—, como en ciertas omisiones no menores referidas a la posición del rey, conocido por su tendencia filonazi. Pero semejante “detalle” agrisaría la entidad cinematográfica de un sujeto a tal punto esforzado para superar sus impedimentos a fin de ponerse a tono con su investidura. La película se esfuerza en resaltar este último aspecto y hasta homenajear, sin ápice de distancia crítica. Al contrario, la historia de la película, no la Historia con mayúscula, está armada para humanizar al príncipe, especialmente a través de su amistad con el plebeyo doctor, actor frustrado confiesa, proveniente, para beneficio de esta visión ornamentada de la realeza, de una de las lejanas colonias del Imperio.
Palabra. Forzando un tanto las cosas, puede encontrarse en la película una reflexión a vuelo de pájaro acerca del poder de la palabra, justo cuando los medios comienzan a nutrir la posibilidad de amplificar ese poder merced al avance tecnológico: la radiodifusión.
El discurso del rey era número puesto en la tómbola del Oscar. Cuenta con todos los oropeles que fascinan a los miembros de la Academia, comenzando por un protagonista afectado por cierto impedimento físico. Existen suficientes indicios acerca de cuánto enternecen los corazones de los votantes de la estatuilla las variantes de esa épica de la superación de cualquier minusvalía. Mejor todavía si ese denuedo viene empaquetado en una ambientación de época y si está relacionada con el contencioso bélico de aliados vs. fascistas.
En el balance general, la película es un pasatiempo disfrutable, calculado con precisión de orfebre, que a primera vista puede dar la impresión de ser más de lo que en verdad es, gracias en particular al casi siempre intachable desenvolvimiento de los actores británicos.
Ficha técnica
Título original: The King's Speech. Dirección: Tom Hooper. Guión: David Seidler. Fotografía: Danny Cohen. Montaje: Tariq Anwar. Diseño: Eve Stewart. Arte: Netty Chapman. Música: Alexandre Desplat. Producción: Paul BrettIain Canning, Charles Dorfman y Simon Deepak, Sikka. Intérpretes: Colin Firth, Geoffrey Rush, Helena Bonham Carter, Guy Pearce, Jennifer Ehle, Michael Gambon, Derek Jacobi, Timothy Spall, Anthony Andrews, Roger Parrott. Gran Bretaña/2010.
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