Blue Jasmine supone la nueva cita anual con el cine de Woody Allen, cargada como es habitual de actores muy conocidos (aunque hay menos superestrellas que en anteriores productos), personajes neuróticos al borde del colapso, jazz y brillantes diálogos.
La espectacular Cate Blanchett encabeza el reparto regalándonos una interpretación sentida y poderosa, amén de llenar la pantalla con su apabullante belleza física.
Jeanette (Cate Blanchett), rebautizada por ella misma con el nombre de Jasmine, perdió su millonaria existencia después del endeudamiento y suicidio del marido, Hal (Alec Baldwin).
Jasmine es tan orgullosa e irresponsable que cuando decide ir a quedarse en el modesto apartamento de su hermana Ginger (Sally Hawkins) lo hace viajando en primera clase. Allí, en San Francisco, la guapa exacaudalada tendrá sus más y sus menos con el novio de Ginger, Chili (Bobby Cannavale), con un dentista "de manos muy largas” (Michael Stuhlbarg) y con un atractivo aspirante a político (Peter Sarsgaad).
La película número 48 del cineasta neoyorkino sorprende más por su acabado visual que por su guión, probablemente porque nos tiene más acostumbrados a las habituales líneas ingeniosas (y en Blue Jasmine hay muchas) que al virtuosismo moviendo la cámara. En esta ocasión cuenta con el uso del formato panorámico -que usó en 1979 para Manhattan- y con la inestimable ayuda del director de fotografía español Javier Aguirresarobe.
Aparte de su trillada comparación con Un tranvía llamado Deseo, la cual es válida y cierta, comenzando por el mismísimo apellido de Cate, similar al nombre de la protagonista de la conocida película de Elia Kazan, Blue Jasmine también funciona como versión cómica -amargamente dulcificada, diría yo- del filme francés Hace mucho que te quiero (2008), donde el personaje de Kristin Scott Thomas volvía a casa de la hermana después de un trágico suceso.
Lo nuevo de Allen cuenta con un giro inesperado menos trágico que aquella obra, eso sí. Y con su genial libertad creativa, el realizador judío pone en evidencia la regla cinematográfica que dice que los protagonistas tienen que evolucionar en un viaje interior. Jasmine sólo viaja físicamente, de Nueva York a San Francisco, dejando las conversaciones y los monólogos como un fin en sí mismo.
Si hay algo para lo que sirve Blue Jasmine es para que Woody Allen se reconcilie con esa parte del público que lo considera un autor centrado únicamente en la gente elegante, ilustrada o snob.
La historia se presenta como un experimento temático poco trillado en la obra del director de Annie Hall, dando voz y voto a personajes de clase trabajadora que le dan una buena reprimenda a la difícil Jasmine. Dicho esto, Allen no juzga, sólo expone, y lo mismo vemos al novio trabajador de Ginger ser sociable y generoso que destrozando un teléfono o gritando a su novia delante de los hijos de ésta.
A pesar de los apuntes de humor, hacía tiempo que no veíamos a un personaje tan amargo como esta Jasmine en la obra del sensacional cineasta, una mujer que acapara nuestra atención durante todo el metraje por mucho que Allen se empeñe en centrarse en lo que hay a su alrededor. Al final, nos importa más ella, su complejidad intrínseca, que sus circunstancias, y podría dar lugar a un perfecto monólogo de hora y media.
Blue Jasmine resulta menos liviana que los anteriores trabajos del director en estos últimos años, y no pasa por alto la radiografía de los incontrolables y paradójicos deseos del ser humano contemporáneo, la pérdida de la identidad, la fútil visión del amor y la dependencia de lo material.
Su mejor película desde Match Point (2005). (Eliberico)
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