“Tócala otra vez, Sam”, “Siempre nos quedará París” o “El mundo se desmorona y nosotros nos enamoramos”. No hace falta decir más. Han pasado 70 años desde “el principio de una gran amistad” entre el público de cualquier generación y la historia de amor más famosa del cine, “Casablanca”.
El guión se iba escribiendo sobre la marcha, la Segunda Guerra Mundial había dejado a Hollywood sin galanes y Humphrey Bogart había entrado en la nómina de la película a última hora, sustituyendo nada menos que a Ronald Reagan. En vez de Ingrid Bergman se había pensado en Hedy Lamarr y ni siquiera iba a estar ambientada en Marruecos, sino en Lisboa.
“Casablanca” había nacido más como un filme de propaganda política que como la historia de un amor inmortal, cuyo exotismo sería reconstruido enteramente en los estudios e incluso algunos decorados, como la estación de París, fueron reciclados de otras películas de la Warner, en este caso “La extraña pasajera”. El título que se barajó al principio fue el de la obra de teatro en la que se basaba, “Everybody Comes to Rick’s” (todo el mundo viene a Rick’s), aunque se decidió el título final para repetir el éxito de “Argel”, rodada tres años antes.
Así, a trompicones, se forjaba una de las películas con más momentos inolvidables y rememorados, ganadora de tres Oscar, llena de diálogos inolvidables, interpretaciones antológicas de Bogart e Ingrid Bergman (así como Claude Rains y Peter Lorre en papeles secundarios) y una música de Max Steiner para la eternidad. Michael Curtiz, forjado en las aventuras coloristas de “Robin Hood” o “La carga de la brigada ligera”, fue el inesperado artífice del milagro, ya que tampoco llegó como primera opción, que era el maestro del melodrama William Wyler. Pero todo ese equipo de “suplentes” desplegó tal sinergia que impuso su “amor” hasta eclipsar a esa Marsellesa, que sonaba ya en los créditos, a ese mensaje de oposición a los nazis en un proyecto que se empezó a gestar un día después del ataque japonés .
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