Uno: La distribución de películas tiene sus ciclos, igual que la cosecha de paltas, la lluvia y el apetito corporativo de los movimientos sociales. Por esas “cosas del cine”, como dicen los futbolistas, cuando los escolares del norte disfrutan sus vacaciones de verano (junio, julio y agosto) acá estamos en otra. Este desfase, sin embargo, no impide que las carteleras del sur, las nuestras, sean inundadas por decenas de estrenos ligeros y superproducciones destinadas a un público juvenil norteamericano en asueto, ése que textea en sus celulares durante la función mientras hace malabares para que la coca-cola no se les caiga al piso. Tenemos pues que esperar al invierno de allá para que las cosas mejoren en el verano de acá: la navideña es la temporada del cine gringo “serio”, incluyendo las cintas que aspiran a algún premio.
Dos: Estamos, entonces, en una época del año en la que el cine dominante ha sido fabricado pensando en niños o adolescentes distraídos. O sea: para las almas cansadas de superhéroes, pitufos y animales computarizados hay poco o casi nada que ver. Una opción decente, por ahora, es ésta: Loco, estúpido amor, comedia romántica que, sin dejar de serlo (con sus tics, saludos a la bandera y previsibilidad), está nomás por encima del promedio.
Tres: Y está por encima del promedio porque evita –con relativo éxito– los dos modos hegemónicos, y extremos, de la comedia romántica reciente: no es una cansada nueva versión de la Cenicienta (y sus príncipes o princesas de última generación) y tampoco una “desmitificación” de lo romántico, groserías varias y obvias de por medio.
Cuatro: La película fue hecha para Steve Carell, actor que –entrenado en la televisión– es, a estas alturas y en el cine, un personaje fijo: hombre triste, tímido y torpe socialmente, decente y bueno, propenso a hacer papelones y meterse en situaciones humillantes. En Loco, estúpido amor rodean a Carell buenos actores (Julianne Moore, Ryan Gosling, Emma Stone) según un plan algo audaz o arriesgado: una comedia en la que los actores pretenden actuar, realmente.
Cinco: La situación es la siguiente: Cal (Carell), luego de 24 años de feliz matrimonio, es abruptamente arrojado a los infiernos del divorcio y de una soltería ya cumplidos los cuarenta. En otras palabras, tiene que volver a circular en el mercado sentimental-sexual, sin práctica o conocimiento alguno, sin la ropa o las maneras o la ética requeridas. Jacob (Gosling), un don Juan de bar, lo asiste –de pura pena– en el entrenamiento o curso de actualización. Hay tres hijos, la ex-mujer, coincidencias y tropiezos. Nada del otro mundo, nada que no hayamos visto muchas veces. Pero lo que distingue a esta historia es que permite a sus personajes recorrer una distancia tragicómica: es legítimo, acaso, pensar que el sufrimiento que vemos es más o menos parecido al que conocemos y que lo cómico no se impone a la historia sino que sale, casi por defecto, de ella. Nos reímos, como en lo mejor de Carell, algo incómodos o conmovidos.
Seis: Mientras acá andamos, como quien inventa la pólvora, rebautizando el patriarcado (la sujeción heterosexual tradicional es ahora dizqué “complementaria y descolonizada”), el cine comercial del imperio ofrece guiños iconoclastas. Quizá sea un buen síntoma, por ejemplo, que los arreglos no-tradicionales entre parejas hayan pasado en este cine, hace tiempo, del drama a la comedia. Nadie piensa en Hollywood que un matrimonio de gays con hijos sea, por definición, materia “dramática”. O que una mujer infiel sea motivo automático de una “tragedia con mensaje”. Es más: el cornudo se revela en estas comedias un personaje entrañable, un ético anti-macho que ha asumido la sensibilidad antes atribuida, estereotípicamente, sólo a la mujer. Se podría verle la costura a estas “virilidades post-feministas”, sin duda, pero hay que celebrar, creo, que la cultura de masas gringa haya “naturalizado” tales matices. (Entre tanto, insisto, aquí andamos promoviendo el patriarcado como “originario” o riéndonos del “marido dominado” a la Pocholo).
Siete: En Loco, estúpido amor, luego de no pocas sabrosas situaciones (que son exploradas con delicadeza), el relato vuelve a los imperativos del género. Es decir, a la apoteosis final (en la que los personajes acaban reunidos y sacándose la cresta), a la resolución con moraleja y discurso incluidos. El mensaje de este tipo de películas, aun en sus mejores ejemplos, es el mismo: no importa cuántos desvíos se tomen, cuántas “anomalías” se exploren, hay que acabar con un saludo marcial, firmes y mirando al horizonte, a la familia (así sea la no-tradicional), al amor incondicional, a la decencia burguesa. Y, cherry de la torta, este remate requiere de un exhibicionismo patológico: no hay drama o comedia romántica gringa reciente en la que la escena culminante no sea pública y con público. Amantes, padres e hijos, novios: todos se reconcilian en auditorios, teatros, calles o locales atestados de gente, programas de TV, ceremonias. Como si el rebaño –incluidos nosotros en la platea– tuviera que dar fe de que está pasando lo que tiene que pasar.
Ocho: Mi señora esposa –a la que me unen, entre otras cosas, 22 años de respetable matrimonio burgués– me dijo lo siguiente mientras salíamos del cine: “el problema de estas películas es que, pese a tanto diálogo o situación inteligentes, terminan reafirmando un plan o esquema de vida básico. Pueden ser historias turbias hasta por ahí nomás. Al fin de cuentas, en comparación a lo que ves en pantalla, tu vida se siente como un barroso y confuso quilombo”.
Y medio: Ir al cine en La Paz suele ser la confirmación de los poderes del habitus. Si manejar en esta ciudad es acostumbrarse a una serie de prácticas desdeñosas (no usar guiñadores, cagarse en el peatón, ignorar los semáforos a partir de cierta hora, parar donde sea, conducir sin luces, abusar de la bocina), en el cine esta sistemática desconsideración con el prójimo no es menos intensa. Desde el boletero que te trata mal hasta el señor que, mientras tira al piso parte de sus pipocas (pues “otros” van a limpiar), decide sostener una larga conversación en su celular en medio de la película. El problema no es que estas cosas se hagan: el problema es que se piense que es un “derecho” el hacerlas.
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