Uno: Cuando Videodrome, del canadiense David Cronenberg, se estrenó en salas hace exactamente 30 años, no fueron pocos los espectadores confundidos: ¿era esta otra película más de un "joven maestro” del terror barato o se trataba de una alegoría sobre las vicisitudes del cuerpo en la "sociedad del espectáculo”? Recordemos de qué iba la cosa: a James Woods le sale una especie de ranura vertical o vagina dentada en medio del estómago; y es por ahí que la imagen televisiva –en forma de revólver o pene– termina canibalizándolo, cual monstruito de Alien. Sí, una vagina dentada: ¿demasiado? ¿muy obvio? ¿un efectismo? ¿Era todo aquello mero comercio de "imágenes fuertes” o los apuntes visuales para una teoría de la cultura postmoderna?
Dos: Sus más recientes películas por encargo hollywoodense (Una historia violenta de 2005 y Promesas del Este de 2007, ambas protagonizadas por Viggo Mortensen) ayudaron a despejar en algo la vieja interrogante: se habló de ellas, con cierta justicia, como de casi perfectos entretenimientos de un Cronenberg ya domesticado. Su cine se demostraba, quiero decir, otra manifestación de la obsesión epocal con la ultraviolencia, estilizada a estas alturas según parámetros industriales conocidos. Teníamos que concluir que, en el fondo de su corazoncito, el canadiense había sido nomás uno de los tantos que aspiraban a hacer de la vistosa destrucción del cuerpo o del mundo un espectáculo. Bienvenido al club, señor Cronenberg.
Tres: Pero su penúltima película movió la balanza en la otra dirección. Con Un método peligroso (de 2011, sobre el triángulo amoroso de los psicoanalistas Freud, Jung y Spielrein ) empezamos a dudar de nuevo: quizá la obra de Cronenberg (ya de 20 títulos) siempre había sido también una imaginativa visualización de los diversos goces monstruosos que ocupan nuestro cuerpo (incluyendo la violencia). Y tal vez ese insistente retorno de lo reprimido estaba en Los engendros del diablo (The Brood, 1979) o La mosca (1986), películas en las que lo que nos invade desde afuera se sugiere algo que ya estaba ahí hace rato, parte de nosotros, plenamente nuestro.
Cuatro: Ahora, treinta años después, la perplejidad que provocó Videodrome, regresa con Cosmópolis (2012), una adaptación de la novela homónima de Don DeLillo: ¿obra maestra? ¿proyecto fallido? ¿buena película? ¿mala película? Robert Pattinson, de reciente fama vampiresca-adolescente, interpreta en ella a Eric Packer, un genio de las finanzas y requetemultimillonario de 28 años que cruza Manhattan, Nueva York. El otro rol protagónico lo asume el auto: la larga limusina en la que –casi inmovilizado por caravanas presidenciales, manifestaciones anarquistas, inundaciones y procesiones fúnebres– Packer intenta llegar a su peluquero de la infancia, pues, como dice, "necesita un corte de pelo”.
Cinco: La película resume 36 horas en la vida de su personaje. Y durante tres cuartas partes de ese resumen –es decir, tres cuartas partes de la película– vemos al multimillonario dentro de su limusina. El "mundo”, si es que existe, acude a Packer en la forma de guardaespaldas, choferes, asesores, socios y empleados que se suben y luego se bajan del auto. Las calles de Manhattan pasan por las ventanas (o son proyectadas detrás de ellas, como en las viejas películas), casi silenciosas, irreales, sucias.
Seis: Más que un espacio, la limusina es una prolongación del cuerpo de Packer: ese interior es, todo en uno, oficina, baño, motel, restaurante, sala de televisión y centro de control virtual del mercado financiero. Es incluso el consultorio médico para un doloroso examen diario de próstata. Y allí, en esa máquina que es la extensión de su cuerpo, Packer es un espectador de su repentina autodestrucción: un mal cálculo contra el yuan lo dejará en bancarrota, camino a su peluquero. No hay nada de psicologizante en esta historia: Cronenberg evita, como DeLillo en su novela de 2003, "humanizar” la suerte de Packer y su numerosa servidumbre. Lo que hace más bien es distanciarnos: los actores no interpretan sino recitan sus diálogos, en largas parrafadas que oscilan entre la brutalidad ("si lo compro, será mío”) y la abstracción ("el dinero, como cierta pintura, ha perdido su capacidad narrativa. Ahora, el dinero sólo se habla a sí mismo”).
Siete: Por si no quedara claro, lo que quiero decir es que Cosmópolis intenta una suerte de ciencia ficción anómala. Anómala en esto: nos ubica en un futuro demasiado cercano (el de esos mercados financieros virtuales en los que el dinero ya sólo "se habla a sí mismo”) y, al mismo tiempo, insiste, con cierta capacidad para el humor, en retratar la irrealidad algo zombi de todo el asunto. Como en la mejor ciencia ficción, aquí los seres humanos han sido transformados por sus propias creaciones. Packer, por ejemplo, es una versión invertida de la memorable computadora HAL 9000 de Odisea 2001 de Kubrick: ya no una máquina con aspiraciones humanas sino un cuerpo incorporado a los ritmos inhumanos –tecnológicos y financieros– del capitalismo tardío. No es por eso un accidente el que, hacia el final, Packer se dispare en la mano, casi como esas adolescentes que se cortan el cuerpo, ritualmente, para comprobar que están vivas y que el dolor tal vez sea, en este mundo de imágenes y abstracciones, la única realidad a nuestro alcance.
Ocho: Como decía, Cosmópolis les pareció a muchos una huevada. A otros, una maravilla. Un militante de este segundo grupo es J. Hoberman, acaso el crítico de cine más influyente en lengua inglesa. Escribió, a propósito de Cosmópolis: "Cronenberg no sólo es el gran heredero contemporáneo de Kubrick y un realizador narrativo de gran alcance experimental, sino el director norteamericano más provocativo y original de su generación. Es cierto que el cuarteto de Mean Streets, Taxi Driver, El Torito y El rey de la comedia, todas con Robert de Niro, fue un logro de Martin Scorsese que no tiene parangón en el cine hollywoodense posterior a los años sesenta. Y sí, también es cierto, Steven Spielberg es un virtuoso de la cultura pop y el más influyente director comercial de los últimos 35 años. Pero a pesar de sus dones, Scorsese nunca logró retornar a la genialidad de su primera década y Spielberg, pese a sus ambiciones, sólo logró su mejor cine con simples máquinas de entretenimiento (Tiburón, E.T., Parque Jurásico). Los otros dos posibles contendientes, David Lynch y Brian de Palma, han hecho películas brillantes (Blue Velvet y Blow Out, respectivamente), pero, con frecuencia, sus experimentos han fracasado ya en el laboratorio. En el horizonte futuro, el árbol más alto es Paul Thomas Anderson”.
Y medio: No hay por qué engañarse: Robert Pattinson es la única razón por la que Cosmópolis está hoy en salas, en Bolivia y otros lados. Este hecho no debería ahuyentarnos: pese a estar rodeado de gente de no poco peso interpretativo (Juliette Binoche, Paul Giamatti, Samantha Morton, etc.), la suya es la mejor actuación de la película. Quién lo creyera.
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