Una bailarina que dejó el ballet para ser maquilladora. Un guionista que aún escribe sus historias a lápiz. Una ingeniera industrial que se convirtió en archivera por amor al séptimo arte. Un foquista que comenzó como ayudante de fotografía en la Alonso de Mendoza. Son cuatro obreros del cine boliviano, cuatro personajes que fueron homenajeados recientemente por la Oficialía Mayor de Culturas de la Alcaldía de La Paz y que salen del anonimato para relatar sus historias.
Leni Ballón Morales
El baile fue el escenario donde Leni Ballón aprendió a gustar del maquillaje, cuando cultivaba el ballet y la danza española. No le importó que “muchas personas”, incluso su profesora artística, le advirtieran que con esa profesión se “moriría de hambre”. Estaba decidida a ser maquilladora de cine, teatro y televisión y, al radicar en Venezuela, su trabajo en una firma de cosméticos y el taller de un profesor argentino en el rubro, decantaron por completo su pasión.
El destino quiso que al volver al país, empiece la preproducción de Amargo mar (1983), filme de Antonio Eguino sobre la Guerra del Pacífico. “Ahí me enamoré más del cine porque fui maquilladora, hice vestuario, fui chofer, extra”, señala. Recuerda a Eddy Bravo, quien personifica a Hilarión Daza. “Cuando íbamos al rodaje en el Palacio de Gobierno, se sentía Daza apenas traspasaba la puerta. Nos arengaba discursos y lo veíamos como nuestro presidente”.
Vino otro desafío, Los hermanos Cartagena (1984) de Paolo Agazzi. “Vivimos dos años y medio en Cochabamba”. Ahí maquilló a su primer cuerpo entero, el de Emma Junaro, protagonista del primer desnudo del cine boliviano. “La idea era mostrar algo muy artístico”. No sabe las razones por las que no se exhibieron todas las “hermosas escenas” del episodio. “Emma tuvo el coraje de hacerlo, incluso soportó muchas críticas de algo que hoy pasaría como algo normal”.
Eso es lo que agradece Leni de su oficio, haber conocido gente valiente, haber acumulado tras bambalinas una familia de amigos que convivía en las filmaciones. Otro sueño cumplido fue participar en cintas sobre el Che Guevara. Rememora que su primer intento cayó en saco roto: no pudo ser aceptada para la preproducción de Di buen día a papá (2004) —a pesar de que planteó una rebaja de sus honorarios— porque la contraparte extranjera del largometraje trajo sus maquilladoras.
Pero al poco tiempo la contactaron para rodar en Bolivia una serie sobre el guerrillero cubano, para la BBC de Londres. La experiencia le sirvió para dejar de lado el masking que usaba en el colocado de barbas y pelucas: se enteró de que en el extranjero esta técnica era cosa del pasado porque para ello se empleaba un líquido especial y un spray. Y la figura del Che le siguió en otra producción, en el filme Guerrilla (2007), del director Steven Soderbergh.
El estadounidense arribó al país para rodar partes de su cinta junto con otro premio Oscar, el actor Benicio del Toro. Leni fue una de las maquilladoras, aunque hoy se arrepiente haber seguido al pie de la letra la recomendación de que no tenía que acercarse a Benicio. “Me quiero jalar los pelos, pero siempre hago lo que me ordenan”. No obstante, tiene fotos del recuerdo con ambas estrellas, en la fiesta de despedida que organizaron en el local Diésel.
Hace poco, la embajada venezolana la ubicó para que cuente la historia de su padre, Pepe Ballón, cuando albergó al genio de las letras Aquiles Nozoa y su familia, durante su exilio en los años 50. Se armó un video y Leni viajó a Venezuela a entrevistarse con la esposa e hijos del escritor. “Son mi familia porque nos recibieron igual cuando dejamos el país en la dictadura. Ahora la embajada va a profundizar la vida de mi padre. Es la más bella satisfacción de este trabajo y puedo morir tranquila, cumplí como profesional, con mi vida y mis tres hijos”.
Guillermo Aguirre Gutiérrez
El 23 de junio de 1975, Antonio Eguino le encomendó a Guillermo Aguirre la secuencia del intento de robo a Isico en la cancha de El Tejar, para el rodaje de la película Chuquiago. “Necesito entre ocho y nueve artilleros, hinchados, de muy mala cara”, le dijo. Guillermo se dirigió a ese barrio y la suerte estaba de su lado: esa noche se jugaba la final del campeonato de fútbol entre los alcohólicos de El Tejar y los de Laikacota: Los Catedráticos y Los Topos, respectivamente.
Prometió a los campeones actuar en la cinta y una t’allpa, una lata de alcohol de 16 litros. Al final, terminó tomando con Los Catedráticos. El plan era que su personaje favorito, el que debía pronunciar un parlamento, se mantenga más o menos sobrio hasta las 05.00, cuando Eguino llegaría para el rodaje; éste arribó fiel a su estilo, 15 minutos antes de lo acordado —la “hora eguiniana”— y obtuvo escenas inolvidables.
Guillermo Aguirre dio sus primeros pasos en el cine con Chuquiago, adonde llegó como asistente general, “tiracables”, como dice. Lo hizo empujado por José Bozo, quien lo llevo “casi a la fuerza” junto a Hugo Pozo, con quien hacían teatro popular. Este hombre es uno de los pocos guionistas del país, autor de joyas como Mi socio (1982) o El día que murió el silencio (1998). Escribe sus historias a mano, armado con un lápiz, una goma, su experiencia y su imaginación.
La sala de su casa guarda decenas de reconocimientos en uno de los muros; en una esquina, un altar donde yacen las fotos de sus seres queridos, incluidos el cineasta Óscar Soria y los músicos John Lennon y Amy Winehouse. En medio de guiones acabados y pendientes, de videos VHS donde graba los discursos de Evo Morales, este personaje de izquierda que no cree en coincidencias, sino en la sincronía de los hechos, parece un baúl viviente de recuerdos y anécdotas.
Tiene presente al padre Luis Espinal, el amigo a quien llama “el genio de la síntesis”. Rememora que para Chuquiago, los acompañó a un prostíbulo de Villa Fátima. Al salir con el equipo y tomar el taxi, fue reconocido por el chofer, quien le preguntó incrédulo: “¿Padre, usted también viene aquí?”. La respuesta fue contundente: “¡Claro, a trabajar!”. El taxista no paró de mover la cabeza en el camino y vanos fueron los intentos por explicarle que era solamente una filmación.
Los dos filmes que ‘nunca fueron’
Con tono de suspenso, relata que sabe de dos cintas bolivianas que se echaron a perder en el laboratorio, aquellas que “nunca fueron”. En una colaboró con Alfonso Gumucio Dagrón, sobre la vida de Espinal. La otra fue Los caminos de la muerte, de Antonio Eguino, Óscar Soria y Jorge Sanjinés. Según le contó Soria, la “maldición” llegó cuando fueron a rodar el incendio de un pueblito, al colocar la cámara encima de un chullpar, lo que provocó la ira del jilakata.
“El qulliri (brujo) les alertó que, por ello, ese filme nunca iba a salir. Ateos y compañía no creyeron y, de entrada, en el rodaje, no funcionaron las tres cámaras. Las trajeron de vuelta a La Paz, pero estaban bien. Primera cosa rara. Acabaron todas las escenas y llevaron las latas de las películas al laboratorio; ¡todas se quemaron como sartenes con aceite! Solamente se notaban algunas de las figuras de los personajes con sus antorchas en las manos”, comenta.
De Mi socio, relata que el título original era Don Vito, el camionero, que fue cambiado por Soria, que se inspiró en uno de los diálogos del guión que fue pulido por varias personas. “En el rodaje de esta cinta hubo un momento en que el Brillo (interpretado por Gerardo Suárez) y el director Paolo Agazzi se enojaron. ‘No voy a actuar más, carajo’, le dijo el primero. Se le tuvo que rogar, prometerle todo”, cuenta. Hoy, en su sala, está el guión de Mi socio 2, que envió a David Santalla para que lo considere.
Dice que Agazzi no tiene en planes grabar la continuación de las andanzas de Don Vito y el Brillo. Pero sí le atrae otro de sus guiones: El río cosió tus alas, “una historia de hiperviolencia, sobre narcotráfico. Trata de un incesto, donde una niña tiene un hijo de su padre, que igual es el abuelo del niño”. Un filme que interesaba a cineastas franceses, pero no pudieron aterrizar en la urbe paceña para grabarla porque eligieron dos fechas de mal agüero: febrero y octubre del 2003.
Otros guiones que Guillermo ha acabado y que espera llevar a la pantalla son La cofradía, sobre la corrupción, y otro referido el primer cine porno en La Paz, el Colón. En el tintero están las obras de Mariano Melgarejo, las proezas del “Charata” Ustárez en la Guerra del Chaco, del líder leco Santos Pariamo, del cineasta José María Velasco Maidana. Aparte, dedica la mayor parte de su tiempo a transmitir sus experiencias a sus alumnos de la escuela de cine de El Alto.
“Lo más hermoso de este oficio de guionista es ver a tus personajes vivos. Uno llora”, confiesa Guillermo, parte del grupo La Escalera, que se formó desde los tiempos de Chuquiago, con los más renombrados técnicos del séptimo arte del país, que continúan vigentes. “Un requisito para estar en el cine es no tener miedo; si lo tienes, dedícate a soplar botellas, vender salteñas. El cine es caro, es tiempo y sacrificio. Y otro punto: en el cine no se miente”, advierte.
Elizabeth Carrasco Gardeazábal
“El cine es mi vida”, así resume Elizabeth Carrasco su pasión por el séptimo arte y su relación de dos décadas con la Cinemateca Boliviana, custodiando el Centro de Documentación. Su primera relación con esta entidad se dio en sus años adolescentes, en el hoy desaparecido Cine Club Juvenil, cuando el padre Luis Espinal ya no asistía a las sesiones. Era tímida, callada, pero participaba de las discusiones guiadas por “muchachos que daban lecciones de sabiduría”.
Recuerda que, entonces, disfrutaba de filmes como Hermano sol, hermana luna, acordes con su edad, pero que quedó en estado de shock con el Satyricon de Fellini. “Pensaba si esta película no es prohibida para menores, me pareció muy fuerte, hasta ahora la imagen me deja impactada”, Y El acorazado Potemkin provocó su salida de la sala a mitad de la proyección. “No la entendía. Cinta en blanco y negro, rusa… Fue muy fuerte. Luego, vi que es maravillosa”.
Se dedicó a sus estudios en la carrera de Ingeniería Industrial. “Cuando la terminé, sentía que debía aprender más cosas”. Por ello, en 1988, pasó talleres de fotografía y guión en el colegio Don Bosco, y se le abrieron las puertas para disfrutar de su afición. En uno de los cursos conoció a Marcos Loayza, que invitó a voluntarios para ayudarlo en el video El olor de la vejez. No lo pensó dos veces y empezó a labrar su destino.
Su siguiente paso fue colaborar a Pedro Susz en la Cinemateca. Se hizo cargo de acumular y ordenar los recortes de prensa y fotos relacionados con el séptimo arte. Era 1991, y desde entonces han pasado 20 años en los que sigue con esta labor archivística. “Tenemos todo acomodado por títulos. Se ha realizado una mini catalogación. Necesitamos digitalizar lo referente al cine boliviano para que se halle disponible on-line”.
Para Elizabeth, es imperante una campaña para recuperar material de los filmes: afiches, fotos, grabaciones. “Desgraciadamente, los artistas no son eternos y son muy pocas las familias que conservan su historia”. Ahora se dedica de lleno a la catalogación de la biblioteca de la entidad cultural que la cobija. Calcula que hay dos millares de libros catalogados y unos 800 títulos de recortes de prensa sobre cine.
“Nunca trabajé en ingeniería industrial y nunca creo que lo haga”, sentencia. Por ahora sólo piensa en el cine y la Cinemateca: sus dos amores. No descuida su especialización en talleres del extranjero, porque la capacitación en archivos fílmicos es una tarea pendiente en el país. Y ya ha llevado el Cine Club a universidades y niños del área rural, ese espacio de reflexión que le permitió entrar al mundo del séptimo arte.
Freddy Delgado Choque
Tiene casi 40 años en el rubro. Quienes lo conocen, aseguran que no hay otro que enfoque con la lente como Freddy Delgado, y a la antigua: con wincha, metro y cintas de colores. Recuerda que su travesía empezó a los 17 años de edad, con uno de sus vecinos de Alto Tejar (zona que nunca dejó de habitar) al que llamaba “Tío”, por respeto. Era fotógrafo y se convirtió en el ayudante de su puesto de la plaza Alonso de Mendoza. Ahí le picó el bichito de las cámaras.
Su madre María Choque vio su entusiasmo y buscó abrirle las puertas del cine. Cuando fungía como lavandera de Antonio Eguino, le contó a éste de su hijo. El director lo mandó a traer a su laboratorio de fotos de la plaza del Estudiante y le tomó un examen. Su veredicto: “No sabes nada, aquí vamos a empezar todo”. Filmando Pueblo chico (1974), y al notar los avances de Freddy, le planteó trabajar hasta mediodía con la fotografía y en las tardes, con el cine.
Vino el rodaje de Chuquiago (1977) Freddy rememora que Óscar Soria notó que el oficio le gustaba. “Me dijo que esto es para mucho cuidado, porque un error es harta plata y no sólo se arruina uno”. Allí, Eguino le educó en el manejo de la filmadora. “Tienes que ser un asistente de cámara, aprender las distancias”, le aconsejaba. “El foquista maneja los filtros, carga las películas y hace todo lo que es el foco, el enfoque”.
En Chuquiago fue también maquinista, asistente de sonido, de producción. “Se hacía de todo por entonces, era muy lindo”, remarca. Recibió congratulaciones por su labor y su siguiente misión fue Mi socio, donde conoció a otro de sus maestros, el chileno Hector Ríos, que posteriormente lo invitó a viajar para hacer otros rodajes por el mundo. Freddy no aceptó porque sus padres se separaron y no podía abandonar a su madre. “Paolo Agazzi aún me dice que soy tonto”. Pero no se arrepiente de su decisión.
“Mi socio me gusta porque fue un filme donde todos los del equipo vivimos en un camión”. Remarca que en la aventura vio por primera vez enojado al actor David Santalla. “Compramos una vagoneta de segunda mano que se plantó. Nos engañaron. David estaba en ella y gritó emputado: Ya no viajo más con esta mierda. Luego era chacota. no sabes cuándo está serio o riendo”.
Freddy lleva más de 300 documentales y 15 películas nacionales en su haber. Entre las internacionales están Escarabajo de fuego y Caracortada, cuyas escenas se rodaron en los Yungas paceños. No se amilanó ante el descomunal equipo Panavision; era el segundo asistente de cámara y tuvo la buena suerte de que el director de fotografía se enfermó con sorojche (mal de altura); ascendió de puesto y fue felicitado por su labor en el filme del mafioso Tony Montana.
‘El cine es un camino muy largo’
Tiene cuatro hijos y sólo espera que el último obtenga su profesión en cinco años. No quiere que sigan sus pasos porque “es una profesión dura”. Y lanza una confesión: “trabajé desde los 12 años por mis hermanos y no acabé quinto de primaria. Ello fue duro porque no sabía matemáticas, ortografía y el mundo del foquista está dominado por la física”. Pero luchó contra sus limitaciones y hoy habla como si nada de grados Kelvin y de medidas de distancia.
“No estudié cine, lo tomé porque me gusta. Tiene que encantarte para estar parado entre 18 y 24 horas”. Cataloga a las filmadoras de hoy “hechas para tontos, porque hacen todo el trabajo”. Él prefiere sus winchas, metros, linternas y cintitas. Y se ufana de haber aprendido a calibrar la cámara en movimiento con ayuda de “una pitita”, sin usar medidores láser; una técnica que ahorró miles de dólares a un director argentino.
Tuvo alumnos, pero el único que asimiló sus enseñanzas se dedicó a un café internet. “El mundo que entra piensa que ser foquista es una cosa más”. Y lleva consigo las palabras de su mentor, Antonio Eguino. “Nunca me dijo si algo está bien, mal o regular. Me expresó que no lo hizo porque el cine es un camino muy largo y si me lo decía, me quedaba ahí, y el cine es una eterna búsqueda; y eso siempre le pido a la gente: que busque”.
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