Tras seis películas en ocho años, Harry Potter ha pasado de ser un niño a casi un adulto, y eso se nota en la evolución del estilo cinematográfico de la primera parte de "The Deathly Hallows", una historia a la que le falta humor y le sobra trascendencia.
Oscuridad es la palabra que mejor describe este séptimo largometraje de la saga, el penúltimo, que sirve de prolegómeno a la esperadísima y anunciadísima fase final.
En esta ocasión, Potter (Daniel Radcliffe) y sus inseparables amigos, Hermione (Emma Watson) y Ron (Rupert Grint) salen del ambiente seguro y protegido de Hogwarts para lanzarse a la búsqueda de los Horrocruxes en los que el malvado Voldemort ha dividido su alma. Destruirlos es la única forma de acabar con él.
Con una trama muy fiel al libro de Rowling en que se basa, el director Peter Yates ha construido una larguísima primera parte -146 minutos- en la que la irregularidad es la nota dominante.
Escenas de acción muy bien rodadas y con un ritmo endiablado se alternan con la estancia de los amigos aislados en el bosque para huir de Voldemort y los mortífagos que les persiguen.
Un aislamiento que da lugar a secuencias bastante ñoñas por las tensiones que se crean entre los tres amigos, pero que probablemente complacerán al ejército de adolescentes que siguen sus historias como si fuera una religión.
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