Tomboy se abre con un plano que filma la nuca del protagonista mientras alza su rostro por la ventanilla superior del coche y disfruta del entorno en movimiento.
Probablemente, este plano sintetiza todo el discurso de la película, pues la nuca es un espacio neutro del cuerpo humano: este plano nos niega su rostro y, por lo tanto, su identidad, y sólo accedemos a un conocimiento parcial y, ante todo, ambiguo del sujeto, pues somos incapaces de distinguir si se trata de un niño o niña. Y, por estos cauces de representación, plasmando las zonas de indeterminación del cuerpo humano, se sumerge Tomboy, la segunda película de la directora francesa Céline Sciamma.
Tomboy sigue los pasos de una niña de diez años, Laure, que al instalarse en los extrarradios de París ve una oportunidad para cambiar su aspecto físico y convertirse en chico. El filme nos describe las implicaciones que esta decisión genera en su vida, no sólo la aceptación en el entorno, sino también los efectos en el terreno del deseo y la sexualidad, pues Laure (o Michael) comienza a salir con una joven del lugar.
La gran virtud del filme es no explicitar el primer punto de inflexión del relato, no mostrar el momento exacto en el que Laure decide instalarse en otra identidad sexual: Tomboy asocia el conflicto psicológico sobre el cambio de sexo al personaje ya desde antes del inicio del metraje.
Otro de los aciertos es la elección de la actriz, Zoé Héran, quien dispone de una expresión de una rigurosa ambigüedad: su dura mirada, de ojos azulados, y el corte de pelo a lo chico, podrían pertenecer tanto a un chico como a una chica. Todos estos hechos provocan que, durante algunas secuencias, lleguemos a olvidar que estamos ante una chica, y lo asimilemos como un personaje masculino: aquí es donde Tomboy logra su cometido, generar una mirada sin memoria, sin prejuicios sociales, donde cada sujeto se asimila en sí mismo, con independencia del sexo o del género al que pertenece.
En un primer momento, la crítica de Tomboy se centra en la construcción del género, pues Laure asume, mediante la performatividad, las conductas asociadas al género masculino: Laure-Michael conduce junto con su padre, juega al fútbol e incluso bebe cerveza. De hecho, su padre le suministra la bebida en una relación que parece ser la que se construye entre padre e hijo de sexo masculino, al menos de acuerdo con las convenciones sociales. Así, Tomboy nos muestra que todo género es performativo y que se construye a través de las prácticas sociales, que repetidas en el tiempo llegan a codificarse: por ello, el personaje femenino asume las prácticas de los chicos y así, la mirada lo asimila como chico.
En el filme, Laure trata de modificar su cuerpo, ejercer sobre él una violencia, para construir su sexo: se corta el pelo, se introduce plastilina para fingir que tiene un pene, etc. Gana especial relevancia su mirada ante el espejo, donde se asimila como otro y, por lo tanto, se mira como portadora de un cuerpo masculino, sin marcas de pechos: el espejo le devuelve su propia mirada, le ofrece lo que ve sobre sí misma. Y la cámara, además, se esfuerza por esta asimilación de Laure como hombre, o mejor dicho, como sujeto que trasciende la identidad sexual, pues filma de igual modo al chico y a la chica.
Pero esta libertad se trunca, y entonces se impone la castración del protagonista: el personaje se sumerge en un mundo deshumanizado, plagado de geometrías y colores blancos, y se le impone la vestimenta femenina como castración de su deseo. Así, el filme se vuelve maestro en mostrar los procesos del interior a través del cuerpo del personaje y los aspectos externos, todo ello a través de una fotografía minimalista y una síntesis de los acontecimientos que resulta asombrosa (Extracine).
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