Uno: Para muchos, ser “cineasta” en Bolivia convoca las siguientes marcas de identidad: a) insistir en que el Estado ofrezca “fondos no retornables” para financiar la que se imagina una vocación irrenunciable; b) quejarse, a tiempo completo, de lo difícil que es hacer cine, sugiriendo de paso que se le hace un favor al país al hacerlo; c) considerar que cada mal gesto o texto llevado a la pantalla revoluciona el séptimo arte; d) lograr terminar una película de 70 minutos o más, en ficción necesariamente, para así poder poner en el carnet: “profesión, cineasta”. Si desglosamos este último prejuicio, se podría decir que hacer cine en Bolivia a ratos se entiende como: a) filmar, sí o sí, un largometraje; b) fatigar, sin pudores ni reparos, la ficción prestada. Este prejuicio tiene un precio, que hemos pagamos aquí con una avalancha de largometrajes “de autores” que no tienen nada o muy poco que decir (con las excepciones del caso). Y que, encima, lo dicen mal. Quizá hacer cine en Bolivia sea hoy demasiado fácil.
Dos: Entretanto, uno de los mejores momentos del cine documental en el mundo parece no haber generado, en Bolivia, grandes entusiasmos (con las excepciones del caso). Y se presta escasa atención al cortometraje (en sus varios registros), reducido a veces sólo a una forma de entrenamiento o espera previa, antes de la llegada del ansiado largometraje. Pero uno podría, con provecho, desperdiciar toda una vida haciendo cortos. Y viéndolos.
Tres: Vi, no hace mucho, una muestra de casi 30 cortos bolivianos. Resumiendo: una parte de los trabajos incluidos eran documentales y, en ello, primeras experiencias formativas, algo televisivas. Pero esos cortos o reportajes eran más interesantes que casi todos los esfuerzos ficcionales incluidos en la muestra. Éstos últimos revelaban más bien las recurrencias de mucho del cine ficcional boliviano reciente: ideas a medio digerir o prestadas que son sometidas a un lenguaje de la imagen torpe, analfabeto casi.
Cuatro: Ya se sabe, hace tiempo, que dos, tres o cuatro golondrinas no hacen ningún verano. Ojalá lo anuncien, sin embargo. Y así podríamos imaginar ese verano a partir de lo que, hasta aquí, hemos llamado “excepciones”. A saber: cortos como Uno de Pablo Paniagua, Entreprisse y Juku de Mauricio Quiroga/Gilmar Gonzales o Max Jutaxa de Carlos Piñero. De ellos, se puede decir en general lo siguiente: a) se hacen cargo de la tradición del cine boliviano, dialogan con ella, obviando la ignorante actitud del “borrón y cuenta nueva” que organiza tanto bodrio o borrón de nuestro cine reciente (que suele quedarse muy corto con sus “cuentas nuevas”); b) con un ojo de documentalista intuitivo, derivan sus opciones estéticas de aquello mismo que narran, como si hacer cine fuese saber escuchar y prestar atención, y no una cuestión de abandonarse a megalomanías expresivas o bovarismos varios. c) como mucho buen cine boliviano, se acercan a una alteridad (el “otro”, que es aquí un cargador, migrante, minero, obrero), pero lo hacen con cautela y curiosidad, trazando así un cine de la reticencia política que rehúye las abstracciones pedagógicas.
Cinco: En Enterprisse (de Quiroga/Gonzales), por ejemplo, el diálogo se establece con La nación clandestina (y con el corto, también de Sanjinés, Revolución). En sus siete minutos, vemos a un aparapita ser contratado y llevar su carga (que es un inmenso Woody, el de Toy Story). El corto se cierra con el cargador que, como la película misma, termina obnubilado por el movimiento en un parque de diversiones (lugar de destino de su carga). Más allá del guiño central (Woody a cuestas en vez de la máscara del Tata Danzante de La nación clandestina), lo iniciático en este corto no conduce, como en la película de Sanjinés, a ningún regreso a una identidad (colectiva) desde los estragos de la alienación urbana: el viajante se queda en la ciudad y esta ofrece, entre otras cosas, los cantos de sirena de ruedas que giran y giran sobre su eje. Al final, en un cambio del blanco y negro al color, vemos el rostro del aparapita en su propia danza de carrusel: y no sabemos lo que siente. Y tampoco lo que significa. Esa la reticencia.
Seis: Juku, un corto de 17 minutos de los mismos realizadores de Enterprisse, ha ganado varios premios: ha sido, hasta ahora, seleccionado al Festival de Sundance, incluido en el Oscar estudiantil 2012 y recibió hace poco el Gran Premio al Mejor Corto en el Festival de Cine Indie de Lisboa. Se acerca, como anuncia su título, a otro nudo del imaginario boliviano: ya no al migrante a la ciudad (de Sanjinés o Jaime Saenz o Jorge Suárez) sino al migrante a la mina, es decir, al minero. Y no al minero en general, sino a un “juku”, a un ladrón solitario o furtivo de minerales –sujeto y no clase–, al que vemos en dos niveles: en el trabajo mismo en interior mina y en tanto personaje incorporado a los relatos laborales de otros mineros (estos sí ya parte de un colectivo).
Siete: Juku explora una mirada “documental” en el mejor sentido de la palabra: el espacio retratado (interior mina) sugiere o conduce las maneras de la narración. Por ejemplo, se opta en principio por escasos movimientos de cámara y tomas más bien largas, pues es la luz o linterna del minero la que, desde la oscuridad absoluta, va creando planos. Se crea así, en la estupenda fotografía y cámara de Pablo Paniagua, un entorno a la vez íntimo, casi claustrofóbico, pero que a la vez deja entrever, como destellos, el laberinto de la mina (que se adivina además por el diseño de un entorno sonoro: ecos, golpes, ruidos lejanos, agua que cae). Sin forzar las cosas, esta mirada documental nos obliga a prestar atención a las resonancias míticas del oficio: búho solitario y nocturno, el minero–ladrón es también Sísifo o Cíclope de la marginalidad, uno que acarrea las piedras a la espalda, en una mochila.
Ocho: La marginalidad del juku es en este corto un mero accidente o vicisitud de las cosas, no una elección que se debe expiar. El juku es juku porque, como el aparapita de Enterprisse, está tratando de sobrevivir (y no fundar un mito o desencadenar una abstracción literaria–filosófica). Por ello tal vez, su muerte o caída es incorporada sin mayores preguntas a lo colectivo, al relato mismo de los mineros que –en una ceremonia que es también un acto laboral– cuentan su historia. Herido, los mineros no necesitan deliberar para, en una larga secuencia registrada como tracking shot hacia la luz, rescatar su cuerpo pasmado del interior mina. Esa secuencia (que también dialoga con La nación clandestina) es una de las más hermosas que ha producido nuestro cine.
Y medio: Ahora, en cartelera, podemos ver un apreciable documental boliviano (San Antonio de Álvaro Olmos) y una película impresentable (Maleficarum de Jac Ávila). Mientras tanto, mantenemos la esperanza de que Bolivia insurgente de Jorge Sanjinés y Las bellas durmientes de Marcos Loayza, de próximo estreno, nos ayuden a salvar el año.
“Juku explora una mirada “documental” en el mejor sentido de la palabra: el espacio retratado (interior mina) sugiere o conduce las maneras de la narración. Por ejemplo, se opta en principio por escasos movimientos de cámara y tomas más bien largas, pues es la luz o linterna del minero la que, desde la oscuridad absoluta, va creando planos”.
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