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domingo, 8 de octubre de 2017
Las malcogidas
Una bienvenida soltura de cuerpo para adentrarse en terrenos por demás resbalosos está en la base de este emprendimiento atípico, gestado durante una larguísima década y pico, dentro de la reciente producción cinematográfica boliviana.
Enumero sin demora los rasgos de esa atipicidad, para entrar en pormenores más adelante: — El rigor del guion trabajado, escrito con el hígado, los riñones y el cerebro, claro, síntoma de la necesidad vital de contar algo, al margen de calculados afanes de figuración y de exhibicionismos onanistas.
— La desvergüenza, en el buen sentido del término, para hincarle el diente a cuestiones por lo general soslayadas, aun cuando baste mirar en torno para advertir cuanto urgen, pero adicionalmente tratándolos sin temor al zarandeo mojigato.
— El cuidado en la composición de los personajes-portadores de una multiplicidad connotativa —en primera impresión estrafalarios o atípicos— aun cuando no lo sean tanto apenas se tome conciencia del escamoteo del que son objeto por el rancio hábito de ocultar los problemas en lugar de plantarles cara.
— La medida utilización del humor, sobre este asunto abundaré enseguida, pero no sin dejar de puntualizar pronto la dificultad de ironizar evitando deslizarse a la caricatura, coartada siempre fácil pero de opinable empaque dramático.
Las malcogidas, título de por sí provocador, es una película rodada con rabia, con ira, no cabe menos ante las situaciones que la trama muestra y los problemas que en esas circunstancia viven las y los protagonistas, pero en lugar de panfletear o sermonear, la directora prefiere la causticidad, decía, de un humor venenoso que raras veces convoca a la carcajada y más bien a menudo deja al espectador con la sonrisa congelada preguntándose si hay algo risible en lo recién visto, más allá de la auto-risotada que nos debieran provocar las incomodidades frente a varios momentos del relato, señal de nuestra adscripción a un medio donde la hipocresía es en gran medida aun, así no las demos de modernos, metropolitanos y otras sandeces, el nudo de las relaciones cotidianas.
El humor es el arma por excelencia de los irreverentes. Bien lo sabía Chaplin, cuya obra es, de punta a cabo, un puntapié en el trasero del poder y sus —en equivalente proporción— ridículas y solemnes autoridades, el desquite de los marginados frente a la investidura del poder y de la fuerza. La sostenida burla contra el policía ridiculizado por el vagabundo y sus argucias, pero asimismo el desacato hacia las reglas del comportamiento impuesto por los poderosos fueron algunos de los mecanismos recurrentes en la filmografía chapliniana.
Al reírse —nos enseñó Charlot— el súbdito reniega de su condición. Es por eso que la risa ha sido considerada a menudo un riesgo para la convivencia, o bien una peligrosa forma de insubordinarse a las “leyes” de la naturaleza. Quien ríe trastoca las jerarquías, desviste al poderoso y lo exhibe en la plena desnudez de su insignificancia. La risa entraña la distanciada, que no descomprometida, apreciación de las imposturas del mundo, primer impulso para desentumecer nuestra adormecida facultad crítica.
Una suerte de conventillo alberga al microcosmos de esos Otros que elegimos no ver, o directamente maltratar, por encontrarse desajustados a los cánones de “belleza” y “comportamiento civilizado”. Carmen, la principal protagonista, suma 30 años, pesa algo más de 100 kilos, trabaja en un cine porno, es “la gorda” obsesionada por bajar de peso sometiéndose a onerosos e inservibles métodos de adelgazamiento. Su hermano Honorio, varias veces elegido “Miss Travesti”, prefiere ser llamado Karmen y detesta el entorno en que le ha tocado vivir —malvivir sería un término más conveniente— entretanto busca acopiar los recursos para emigrar a otros lugares donde no sea víctima noche por medio de las tundas de una pandilla homofóbica y pueda finalmente someterse a la operación de cambio de sexo.
La jefa de hogar es la “abu” Carmen, adicta a los estimulantes y al igual que su nieta bloqueada a toda experiencia orgásmica, no obstante haber tenido en su momento atractivos cuyos rastros el tiempo y el desencanto no consiguieron borrar por entero. En el piso de arriba habita Álvaro, rockero de modesto talento pero inmodestas ambiciones de fama e inagotable fogosidad erótica, cuyos atronadores encontronazos son como sal en la herida de los escozores insatisfechos de sus vecinas. Completa el retablo la otra vecina que se encuentra de vuelta de todo y se limita a ver pasar, sin comprender ni juzgar, las idas y venidas de los demás contentándose con eventuales, indescifrables, diálogos a los que aporta una aparente cuota de razonabilidad o resignación.
Película de personajes arquetípicos, en el rendimiento de sus intérpretes finca gran parte de la posibilidad de construir un relato consistente, manteniendo la debida distancia con los estereotipos que terminan vaciando inevitablemente de espesor humano a los seres retratados. Con especial destaque en los casos de Marta Monzón (la “abu”) y Rosa Ríos (la vecina), las cuales sacan a relucir generosamente las garras de su valiosa experiencia, todo el elenco sale bien librado del engorroso desafío.
El mérito es atribuible en primer lugar a Denisse Arancibia directora-guionista y responsable del personaje de Carmen, en un más que prometedor debut en los tres rubros, pero asimismo le toca a cada uno de los y las encargados(as) de meterse a fondo en la piel de sus criaturas, figuras de esa abigarrada galería de perdedores en un mundo que condena a los distintos al ostracismo social y afectivo.
Con ese sustento básico la narración fluye sin grandes tropiezos, salvo cierta demora inicial en calentar los motores y levantar finalmente vuelo dramático, dilación salvada en gran medida por la ternura que exhala Carmen desde su rabioso desamparo, transformado por ello mismo en un contundente alegato feminista apartado de los clichés del género gracias, una vez más, al filoso tono sarcástico que surca el relato gambeteando disonancias prescindibles.
No falta uno que otro convencionalismo dramático en el guion: el amor está al lado, así no lo advirtamos persiguiéndolo donde resulta ser inalcanzable, pero al final caeremos en cuenta y colorín colorado…orgasmo consumado.
Técnicamente fotografía, montaje/edición y banda sonora aportan lo necesario a la consistencia del resultado final eximiéndose de protagonismos siempre dañinos para ese trabajo de conjunto que ha sido, y seguirá siendo, el rodaje de cualquier película.
Las malcogidas exhibe, anotábamos, valores infrecuentes en la última producción nacional, fruto asimismo de un conocimiento del cine, detectable en los fogonazos cinéfilos que es posible identificar en varios momentos del relato. Y tal vez la morosa gestación del proyecto haya contribuido también a la debida maduración de los primeros impulsos, contrastando con la precipitación, con la desprolijidad por ende, de trabajos en muchos casos descaminados a falta de mayor pulimiento de sus ingredientes. No es una película sencilla para el espectador, es un cocacho necesario eso sí.
FICHA TECNICA
- Título Original: Las malcogidas (Bolivia, 2017)
- Dirección: Denisse Arancibia Flores
- Guion: Denisse Arancibia Flores
- Fotografía: Juan Pablo Urioste
- Montaje: Daniel Bargach Mitre
- Arte: Claudia Gaensel
- Diseño de Producción: Victoria Guerrerro
- Música: Juan Andrés Palacios
- Sonido Directo: Gonzalo Quintana
- Intérpretes: Denisse Arancibia Flores, Ariel Vargas, Bernardo Arancibia Flores, Marta Monzón, Rosa Ríos, Fernando Barbosa, Scarlet Bolívar
- Producción: Nairacine Bolivia y Lagartocine Argentina con el apoyo de Programa Ibermedia, Hivos/Conexión, Labo Digital, 4 K Post.
Etiquetas:
Cine Boliviano
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