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martes, 7 de marzo de 2017

Oscar 2017: haciendo política



La expectativa anual que genera la entrega de los premios Oscar nos ha acostumbrado a algunas prácticas acordes a la corriente y cotidiana ansiedad por la información. La lista de nominados se convierte en una lista de tareas para realizar antes de una fecha límite, en la que se tomará examen a una —se supone— capacidad de deducción desarrollada o, al menos, medianamente ejercitada. Esta práctica deriva muchas veces en otra, que trata de encontrar en lo que se ha dejado fuera de la lista la respuesta a los contenidos de ésta. Desviarse o, por lo menos, avistar otras rutas puede convertirse en una segunda tarea. Y en qué momento se ven tantas películas. Ante el susto, aparece otro ejercicio de recorte: los Oscar son antecedidos por otros premios de menor importancia, pero con una utilidad muy concreta para todos, la de marcar tendencias, reconocer favoritas y azuzar especulaciones — acerca de las películas, pero también los chistes y los vestidos—. Nada está dicho hasta ese día, pero nos hemos acostumbrado a dejarnos poco espacio para las sorpresas. El ejercicio de ver mucho y poco en esta temporada responde a comprobar una habilidad que, a estas alturas, quisiéramos que sea innata: esa película, ¿tiene o no lo que se requiere? ¿Does it got it?

Pero, tener qué cosa. Debe ser eso que en buena parte de las escenas de audiciones en La la land (D. Chazelle) no tiene Emma Stone. Tal vez el más válido vistazo a la historia del cine que arroja la película favorita de los Oscar 2017 es el uso y la práctica de un término de la industria: the it girl. Salido de las aguas de una película menor del Hollywood de los 20 (It, de 1927, protagonizada por la primera it girl, Clara Bow), el it ha ampliado su espectro y sirve para adjetivar más o menos cualquier cosa de halo inexplicable pero efectivo, atractivo pero todavía discreto. Eso que no es pero es y que en su contradicción tiene lo que grandes y chicos, propios y extraños, necesitan para confirmar una diferencia y, a la vez, celebrar un acuerdo. Las protagonistas de It y La la land comparten más atributos de lo que se puede pensar: ambas pasan desapercibidas, casi ignoradas, hasta que una mirada sutil, nada pretenciosa en apariencia, se posa en ellas. Desde ese momento, las cosas funcionan solo si revelan en su inexplicable, pero honesto brillo. Llevando este término al campo de las predicciones alrededor de la película favorita de este año, la regla es una pregunta: ¿qué ha pasado que hemos perdido de vista al discreto encanto de los bailes, músicas y sueños del musical? Y otra: ¿qué tan amargos tienen que ser nuestros corazones para no celebrar la realización de los sueños de Emma Stone?

Podríamos ver el asunto del género de esta película como la parte menos feliz de esta especie de recuperación del pasado del cine de la gran industria —dejavu de la versión 2012 de los Oscar, que premiaron a una película muda, en blanco y negro. Una trampa, sí, que nos introduce dopados a la idea de una ciudad de las estrellas (una de las traducciones del título del filme) que tal vez nos apenaba ver desaparecida. No contradictoria a esta percepción aparece otra, comprobada en varias ediciones anteriores, que marca que en los Oscar se premia lo políticamente correcto: en 2016, lo comprueban los galardones a Spotlight (T. McCarthy) el drama del destape periodístico de los delitos de la Iglesia, o la feliz inclusión de lo latinoamericano/mexicano en Hollywood, premiando a Gonzales Iñárritu (director) y Emmanuel Lubeski (fotografía) por The Revenant. ¿Estaría dentro de lo políticamente correcto de la Academia alzar como ganadora a una película musical, el género de evasión política por excelencia? Junto a esta posibilidad se desata la antesala de estos premios en particular, pauteada en el discurso de Meryl Streep al recibir el premio a la trayectoria en los Golden Globes, en enero. Este y otros posicionamientos del star system en contra del gobierno de Trump obligan a otra pregunta: ¿se hará política o se la evadirá correctamente?

Podríamos traer esta misma pregunta al caso local y regional. La película enviada por Bolivia para la candidatura a nominación en la categoría de película de habla no inglesa fue Carga sellada, de Julia Vargas Weisse. A todas luces se trata de una película que busca tener lo que se requiere, tal vez no para el Oscar, pero sí para la idea del cine de industria. No solo por la coproducción, sino por la manera de concebir la imagen y la historia, respondiendo a un nivel de producción que se note internacional, la película fue la apuesta segura para responder a un afán administrativo de forma correcta. Lo que pasó en Perú es tal vez más extraño: la película enviada fue Videofilia y otros síndromes virales, de J. D. Molero, estrenada comercialmente en Bolivia el 2016 y exhibida un año antes en el Festival de Cine Radical de La Paz. Tanto por sus modos de producción, como por la narrativa audiovisual que construye, uno supondría que esta película no tiene eso que la Academia y la industria requieren. Criterios de jurados y/o políticas culturales de difusión cinematográfica explican (o no) ambas elecciones. Lo cierto es que ni la boliviana ni la peruana entran a ese arduo, pero discreto lenguaje del lobby de la industria, ciudad de estrellas a la que pocos latinoamericanos ingresan por ahora. Imagínense lo que será con un muro.

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