Hace nueve años, durante un viaje a Bolivia, los Cahiers encontraron en La Paz a un grupo de jóvenes estudiantes de cine. Sin todavía haber hecho una película, ya se preguntaban qué tipo de cine podrían hacer. ¿Deberían darle continuidad a una tradición que ya no les concierne o dejarse influenciar por el extranjero con el riesgo de perder sus raíces? Nueve años más tarde, estas preguntas son todavía actuales para Kiro Russo, Gilmar Gonzales y Miguel Hilari, con la diferencia de que ya no son abordadas desde la teoría, sino desde la práctica.
En 2009, ellos fundaron el colectivo Socavón Cine con dos amigos, Carlos Piñeiro y Pablo Paniagua. Después de varios cortometrajes, Socavón Cine ha producido el año pasado su primer largometraje, la película de Kiro Russo, Viejo Calavera, que ha hecho el tour de festivales internacionales (con una decena de premios recibidos, incluyendo una mención en Locarno) y ha logrado en Bolivia un verdadero éxito para un filme de autor nacional (20.000 espectadores). Era la ocasión de volver a La Paz y hacer contacto con ellos.
“Nosotros evidentemente no somos amateurs —precisa de entrada Pablo Paniagua—, pero hacemos y reivindicamos un cine artesanal, lejos del cine industrial. No queremos ser Hollywood y no queremos copiar los modos de producción que no sean los nuestros. Nuestra manera de producir es también deliberadamente artesanal, con pocos medios y un equipo reducido. En la FUC (Escuela privada de cine en Buenos Aires donde asistieron Kiro Russo y Pablo Paniagua) nos enseñaron que el cine es vertical, que todo es jerarquía. Aquí, eso no funciona así”.
El modelo de Socavón se acerca a aquel de El Pampero, el colectivo argentino creado por Mariano Llinás, pero como lo precisa Kiro Russo, El Pampero se sitúa en una etapa postsistema, ya que éste rehusaba la ayuda estatal del INCAA, en cambio Socavón se sitúa en una etapa presistema: no existe ningún fondo en Bolivia ni ley de cine, ni instituto o centro cinematográfico. “Para financiar Viejo Calavera hemos tocado todas las puertas, pero todos nos dijeron que ya habían dado dinero para una película boliviana ese año”. Finalmente, la cinta fue financiada con la ayuda del Doha Film Institute.
La producción boliviana que ganó la apuesta en 2016 se llama Engaño a primera vista, de los hermanos Yecid y Johanan Benavides, siendo el más grande éxito boliviano del año con 40.000 entradas. Al igual que la mayor parte de las producciones bolivianas —una veintena por año—, es un intento de imitar los estándares hollywoodenses. Esta angustiante comedia, que ve a dos nerds después de una apuesta intentando seducir a dos chicas a cambio de una computadora de última generación, no está sin embargo desprovista de ideología. Situándose toda la acción en un centro comercial (un lugar de moda hoy en Bolivia), propone un modelo de vida, que es también un modelo económico: no hay un solo plano que no haga publicidad de un par de zapatos, de vino o de perfume. La vida se ha convertido en un gigantesco centro comercial donde toda Bolivia accede a la bonanza del consumismo. Los dos nerds son paceños, las dos chicas son cambas (de Santa Cruz de la Sierra) y donde también aparecen, a hurtadillas, las cholitas, disfrutando ellas también de este antro consumista visto como lugar igualitario y federativo. A pesar de la presidencia de Evo Morales, Bolivia se ha globalizado a pasos agigantados y a la par de las sociedades que aspiran a la “modernidad”.
En contra de esta tendencia, Carlos Piñeiro precisa que “Viejo Calavera puede parecer una película ruda. Esta no es una película de cine narrativo clásico, ni una película experimental. Estamos más bien en la frontera entre documental y ficción”. En ese claroscuro, que es también la marca estética de la película, Kiro Russo sigue los pasos de un adolescente en el mundo de la mina. Russo ya hace tiempo que intentaba hacer una película sobre mineros, tópico recurrente en el cine boliviano junto a las últimas aventuras del Che. Pero, recuerda Russo, “esos son reportajes donde solo aparece la preocupación de denunciar su condición o documentales extranjeros bajo la óptica de la pornomiseria”. Con este tema, Russo ataca a un símbolo de la identidad nacional con el objetivo de romper con los clichés de ese mundo obrero y devolviéndole dignidad.
Internándose seis meses en el seno de la comunidad minera de Huanuni, Russo ha revivido la práctica de cine militante de Jorge Sanjinés. Portavoz de la lucha antiimperialista durante los 60 y 70, Sanjinés contribuyó a la toma de conciencia política de las culturas indígenas para luchar a favor de su liberación a través de un cine revolucionario. El líder del Grupo Ukamau (el nombre proviene de una película que filmó Sanjinés en 1966) ha influenciado con fuerza en el colectivo Socavón, que no oculta su voluntad de dialogar con ese cine, de sacar de él lo que más les interesa (los métodos de producción) y dejar el resto de lado (un cierto paternalismo y esquematismo).
Los jóvenes miembros de Socavón no son suaves al momento de juzgar las últimas películas de Sanjinés, Insurgentes (2012) y Juana Azurduy, guerrillera de la patria grande, (2016). “Sanjinés ha cambiado completamente su manera de hacer cine últimamente. Antes, él se internaba en las comunidades donde filmaba con pocos medios y filmaba en 35mm con equipo reducido. Y, de golpe, se metió a hacer súper producciones, películas de época con muchísimos extras, filmando en digital y con presupuestos exorbitantes otorgados por el Estado. Pero podemos ver una continuidad en nuestras películas con sus trabajos antiguos, aquellos que formaban parte de su manifiesto, Teoría y práctica de cine junto al pueblo (1979), que él ha abandonado, pero que nosotros retomamos. Este es el caso del documental de Miguel Hilari El corral y el viento (2014), y su trabajo con la gente de un pequeño pueblo de los andes. Pasa lo mismo con Viejo Calavera y los vínculos que hemos hecho con la comunidad de Huanuni, donde filmamos. Es una película hecha para ellos y por ellos”.
La reacción de la comunidad era algo muy importante para Russo, quien no quería caer en la mirada folklórica. Es por esto que la película ha sido reprochada: la ausencia de bailes folklóricos, la ausencia de la ciudad y de la plaza donde tienen lugar estos bailes tan importantes para la comunidad. En ese sentido, desde la mirada de Russo, la película ha funcionado muy bien, porque quería usar este símbolo nacional, que son los mineros, para romper con los estereotipos.
La imagen que recibimos de la película es por tanto la de una Bolivia que hace parte de nuestro imaginario colectivo. La mina, el alcoholismo, la Pachamama, las hojas de coca, son elementos fácilmente reconocibles. Si causa polémica y debate en Bolivia (cosa que es evidentemente buena), su aceptación unánime en festivales europeos crea un problema. Sin que Russo sea consciente de esto (le creemos cuando dice que no había pensado en una carrera internacional para la película). Viejo Calavera tiene su dosis de exotismo (de “bolivianidad”) y de autorismo (concebida como la política de los autores, desde la dimensión de Pedro Costa), lo cual explica su reconocimiento europeo: un reconocimiento de lo idéntico, algún tipo de déjà-vu. Esto recuerda algunas reflexiones de Jorge Luis Borges en El escritor argentino y la tradición, donde él escribe “el culto argentino al color local es un reciente culto europeo que los nacionalistas deberían rechazar por foráneo”.
Cuando se trata de generar una identidad nacional a través de una película, como lo hizo valientemente Kiro Russo, uno se expone a ver cómo los estereotipos con los que se quería jugar terminan volcándose en contra. Lo más importante para él está en otorgar una conciencia de lo que es Bolivia. Es por lo que si bien puede reconocer el valor artístico del primer largometraje de Diego Revollo, Sol, piedra y agua, no puede dejar de lamentar la ausencia de una representación nacional en la película, algo urgente en un país desprovisto de ésta.
La cinta de Revollo —que se estrenará el 5 de diciembre en el Multicine de La Paz y llegará a Santa Cruz, Cochabamba, Sucre, Potosí y Oruro— es en efecto eso que llamamos una película personal, más exactamente autobiográfica, la cual juega con la mezcla de formatos (material de archivo, digital, Super8), proponiendo una búsqueda poética y experimental, algo que no es común en el cine boliviano. Pero al escuchar a Revollo percibimos también otra dimensión: “Hago uso de diferentes formatos porque la película es sobre familias fragmentadas. La película me da la posibilidad formal de reunir todos estos formatos diferentes, como en una práctica de trenzado o tejido. Lo digital es algo que no podemos tocar. Es por esto que fue una bella experiencia filmar en Super8. Como en Bolivia no hay laboratorios, tuve que enviar el material a Argentina para ser revelado. Es así como pude tener entre mis manos los rollos y digitalizarlos yo mismo. Era como hilarlos y tejerlos. Esa me parece una bella analogía de mi trabajo con la película”. Es así como podemos ver que la cinta de Revollo se inscribe dentro de una tradición, una práctica cultural, histórica y nacional: el tejido, memoria visual del país. Sin proporcionar ningún elemento de identidad nacional y desde su propia esencia, el filme está constituido a partir de esta práctica ancestral.
Diego Revollo es parte de los jóvenes cineastas que terminaron sus primeros largometrajes y que pasaron por la Universidad Católica Boliviana y formaron parte de la única promoción de cine entre 2008 y 2009. Haciéndose esperar, los primeros frutos aparecen sin dejar de lamentar que no hayan habido otras promociones, en ausencia de formaciones cinematográficas viables en Bolivia. Denisse Arancibia Flores terminó su primer largometraje, Las malcogidas, una comedia musical sobre obesidad; Juan Pablo Richter está terminando la posproducción de El río, un viaje iniciático de un adolescente que vuelve a su pueblo natal. Muchas de estas expresiones personales fueron impulsadas por la educación recibida en la universidad. “Todos tenemos estilos diferentes, reconoce Revollo, pero todos aprendimos a exponer nuestros problemas en la pantalla, a encontrar nuestro grito interior”. Esta exposición inquieta a Kiro Russo por estar desprovista de cuestionamiento ideológico; sin embargo, este tipo de películas expresan la intimidad de directores bolivianos, por ende expresa necesariamente algo de Bolivia.
La identidad nacional no se construye solamente con símbolos nacionales, ésta se construye también con obras personales. Para Revollo “es importante alejarnos de lo folklórico al momento de hacer películas en Bolivia. La Bolivia de hoy es muy diversa. Ella no es exclusivamente de indígenas y/o de mineros. Hay que evitar caer en las trampas de la pornomiseria y del pornofolklore”. Podemos percibir las posiciones claras y marcadas en cuanto a la representación de país, el debate queda abierto y apasionante.
*El artículo fue publicado originalmente en francés. La traducción es de Diego Revollo.
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