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jueves, 22 de diciembre de 2011

El precio del mañana

Está fuera de duda que las nuevas tecnologías han modificado de manera radical nuestra percepción espacio-temporal. Adicionalmente, la sensación de vértigo tan característica de esta circunstancia, en la cual los medios permiten “desplazarse” sin restricciones y de manera instantánea a cualquier lugar del planeta, y más allá, o “viajar” del presente al pasado y de allí al futuro sin solución de continuidad, han desacomodado todas las referencias sobre las cuales se apoyaban nuestras coordenadas mentales.

Hay quien considera que el malestar del presente tiene sus causas más hondas en esa desestabilización de los referentes que permiten al individuo orientarse respecto a su ser-estar en el mundo. Toda la reflexión, a menudo atrapante, del filósofo-arquitecto Paul Virilio, creador de la “dromología”, pivotea justamente en torno a la constatación del rol que la velocidad, percutor de la mutación, juega en el ejercicio del poder mediante los medios masivos, con todos los efectos que ello entraña sobre la memoria, o mejor de la desmemoria

En buena medida el argumento de El precio del mañana tiene que ver con tales cuestiones. Arranca de una sugerente premisa: llegará un momento en el cual el dinero dejará de ser el valor de cambio para regular las transacciones de la sociedad, y su función será tomada por el tiempo que le resta por vivir al sujeto. Ese tiempo se mide a partir de la activación de un aparato digital colocado en el brazo de los personajes. Al cumplir 25 años, comienza a correr en reversa el cronómetro incorporado

De tal suerte, la remuneración por el trabajo consiste en horas o minutos de vida adicional. Y cada gasto se traduce en una disminución de tiempo de existencia. Esta visión del porvenir no cambia la lógica darwinista de la estructura social: las grandes corporaciones acumulan tiempo y lo administran en función de sus propios intereses con la misma desaprensiva angurria con la que hoy especulan virtualmente con los recursos financieros.

Will Salas, el protagonista, habita en algún momento no precisado de aquel futuro inminente, hasta que su vida relativamente rutinaria se ve alterada por un incidente que lo pone frente a la ley. Ello acontece en un mundo en el cual la ingeniería genética ha desentrañado el modo de compartimentar la existencia de todos los humanos en segmentos de 25 años reprogramables. Por eso es un orbe sin personas de “la tercera edad”, donde los sobrevivientes cuentan y somatizan el tiempo acumulado en las varias veces que ya vivieron, y seguirán viviendo, 25 años. Tal es la explicación por ejemplo para que la madre del protagonista parezca su hermana.

La rutina de Will se ve alterada el día que conoce a Henry. Éste sostiene tener 100 años y contar con otro tanto guardado en el banco, pero a esas alturas está harto y sólo desea morir. La charla deriva en disquisiciones filosóficas (hay varias a lo largo de la trama, en general peligrosamente próximas a la banalidad) hasta que el sueño los vence. Cuando Will despierta advierte tener 100 años adicionales en el marcador digital de su brazo. Sospechando algo raro mira por la ventana y ve a Henry a punto de caer de un puente, corre para impedirlo pero llega tarde. La escena es registrada por una cámara de seguridad.

Es entonces cuando se vuelve sospechoso para los “guardianes del tiempo” y arranca la línea de acción de la trama en la que cobra protagonismo Sylvia, la hija del magnate de una corporación dedicada a traficar y especular con el tiempo de los demás. En ese giro, la película deja de apostar a la imaginación y pasa a transitar infinidad de lugares comunes.

Para algunos espectadores puede resultar desconcertante, hasta molesta, la discordancia entre el grado de avance tecnológico mostrado en la película, y la ambientación más bien actual. Personalmente no encuentro que ese sea el aspecto más objetable de una propuesta que arranca de una premisa inquietante, fascinante, pero no consigue mantener el mismo nivel de inventiva.

El neozelandés Andrew Niccol no es un primerizo en la materia. Gattaca (1977) develó ya hace tres décadas su interés por el cine de anticipación, en el cual reincidió varias veces, así como sus cualidades y limitaciones para el abordaje de un rubro cada vez más empantanado en el efectismo onanista. En varios aspectos El precio del mañana se vincula a la opera prima de Niccol y como aquélla cuenta con una prometedora primera mitad y con un decepcionante desvío ulterior, trance en el que incluso se malversan en parte las potencialidades de Justin Timberlake y Amanda Seyfried degradados de personajes a maquetas.

Con todos sus yerros y falencias, lejos de ser un producto del montón, El precio del mañana es de lo más interesante que el género ha entregado en los últimos años. Casi un emblema perfectamente utilizable por los “indignados” de Wall Street y otros puntos del orbe, gracias en medida nada despreciable al estupendo trabajo de fotografía de Roger Deakins, nominado nueve veces al Oscar pero nunca galardonado, detalle anecdótico menor en todo caso.

Ficha técnica

Título original: In Time. Dirección: Andrew Niccol. Guión: Andrew Niccol. Fotografía: Roger Deakins. Montaje: Zach Staenberg. Arte: Vlad Bina, Todd Cherniawsky, Priscilla Elliott, Chris Farmer. Efectos: Robert Sturgis, Fortunato Frattasio, Steve Griffith. Música: Craig Armstrong. Producción: Marc Abraham, Andrew Z. Davis, Amy Israel. Intérpretes: Cillian Murphy, Justin Timberlake, Amanda Seyfried Shyloh Oostwald, Johnny Galecki y Colin McGurk.

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