Para los rebaños de cámaras —fotográficas, filmadoras— que llevan adosadas un rubicundo ejemplar de esa singular especie denominada turista, cuyo propósito existencial consiste en atravesar lugares del mundo que jamás pensaron conocer, y seguirán desconociendo, Hawaii viene a ser la réplica agiornada de El Dorado.
Hawaii: playas, tablas, sol siempre y a toda hora, piña colada en cantidades navegables, mujeres de piel aceitunada danzando sin pausa al ritmo del ukelele. El triunfo de la mercadotecnia publicitaria sobre la realidad. De acercarnos a esta realidad queda encargado Matt King, el protagonista de la película Los descendientes, en cuya piel se mete con éxito el actor George Clooney.
El monólogo interior que abre el relato desmiente de inmediato esa visión de postal y el resto de la película termina de hacerla añicos, pues si algo no es la vida de Matt King, un cincuentón enredado en infinidad de problemas existenciales, es un envidiable pasar en el paraíso. Que por otra parte, tampoco lo es: cielo siempre nublado, calles empolvadas, mendigos, sin techo, alcohólicos y, desde luego, gente que se parte el lomo trabajando para que otros la pasen bomba.
Matt afronta un momento particularmente difícil. Justo cuando pensaba reabrir el diálogo cortado mucho antes con su mujer, ésta sufre un accidente que la deja en estado de coma irreversible, inhabilitada definitivamente para escuchar. Matt queda así, por la fuerza de las circunstancias, a cargo de dos hijas problemáticas, de 10 y 17 años respectivamente, a las que conoce poco o nada. Scottie, la menor, tiene una infinidad de conflictos en el colegio. Alexandra, la otra hija, se le aparece, como salida de una pesadilla, totalmente borracha y acompañada de una suerte de novio que a Matt le da la impresión de ser un tarado, pero el cual, muy a su pesar, se convertirá en una sombra con la que deberá acostumbrarse a convivir.
En el entorno revolotea, para mal de males, una bandada de primos en camisas floreadas y ojotas, sonrisas postizas y ambiciones a flor de piel, exigiendo la pronta decisión de Matt sobre el fideicomiso familiar de una vasta extensión de tierra virgen en una de las islas del archipiélago, a punto de ser vendidas a un complejo hotelero. La transacción no sólo engordará las arcas de cada uno de esos parientes que aparentan el retrato andante de la bobería pequeño burguesa, también podría ser la causa de una profunda alteración, para bien y para mal, del equilibrio ecológico y económico de toda la zona. Tema este último que tiene preocupada a buena parte de la población y que genera una oposición cuyo desenlace resulta difícil pronosticar.
Entre hacer cálculos, decidir si autoriza la desconexión del aparato que mantiene viva, pero en estado vegetal a su mujer (acomodándose en el mismo momento al descubrimiento de su infidelidad con un vendedor de propiedades), sortear el rencoroso desprecio de su suegro e intentar aproximarse a sus hijas, a King la crisis de los 50 se le va antojando cada vez más un laberinto inexpugnable.
Los avatares de la madurez de señores en la encrucijada del balance de las vidas que pudieron ser y no fueron, ya nutrieron las anteriores películas del director Alexander Payne (Las confesiones del señor Schmidt, 2002; y Entre copas, 2004). También el tono agridulce entre drama y comedia, así como la intención de situar las aflicciones personales de sus protagonistas en el marco de un entorno apreciado con ojo crítico. No son esos los únicos rasgos comunes a esta especie de trilogía. Los tres títulos de la filmografía de Payne están también atravesados por un parejo nivel de precisión narrativa y una atinada dosificación de los tonos, medios; son, asimismo, relatos sostenidos por figuras de ficción que bien pudieran ser el señor de la otra cuadra. El director afronta siempre el desafío de encontrar el equilibrio entre el humor por el que se decanta la visión sarcástica de las costumbres sociales y el tono gris que envuelve las cuitas de sus criaturas. Ese balance depende en buena medida de la sutileza del guión y de la contextura de los actores.
INTELIGENCIA
En cuanto al libreto, se halla tramado con inteligencia y sensibilidad; sin embargo, no se puede evitar que a ratos se le vean las costuras, vale decir los pequeños trucos argumentales que sustentan el desarrollo del relato poniéndolo a buen recaudo, tanto de la banalidad como del tedio, pero a fuerza de armar un mecanismo no exento de las torsiones que ponen al descubierto todas las teclas pulsadas para inducir, ya sea la risa o la congoja.
Por otro lado, buena parte del peso de la responsabilidad de imprimir credibilidad a lo contado está sobre la espalda de George Clooney. Pero su rol no está desprovisto de los riesgos de la sobreactuación, propios de personajes forzados a ser en paralelo individuos con textura suficiente para mantener su dimensión humana y tipos en condiciones de no quedar diluidos en el estereotipo del sujeto como cualquiera. Al actor le bastan y sobran condiciones para salir muy bien librado del desafío, apelando a una gama de matices que dejan atrás su imagen de galán blindado a prueba de obuses. Su papel es demandante, pues King pasa de la estupefacción a la rabia, del dolor a la ira y de la elegancia al grotesco, sorteando algunos clichés; el del padre ausente, por ejemplo.
Yendo y viniendo de la sátira social al drama personal, la película centra poco a poco su mirada en el significado de la pérdida de un ser querido, no importa si éste era imperfecto. Pero asimismo se centra en la complejidad de entender el pasado y de planificar el futuro, de administrar con sabiduría sentimientos como el amor y la traición, y de la durísima tarea de sobrevivir cada día.
A esta altura queda claro que Payne no es un director confiado en los golpes de genialidad; lo suyo consiste en una laboriosa construcción del todo a partir del extremo cuidado en los detalles. Por eso sus emprendimientos tienen la solidez de la roca, aunque muy difícilmente tengan la belleza de la rosa.
Ficha técnica
Título original: The Descendants. Dirección: Alexander Payne. Guión: Alexander Payne, Nat Faxon, Jim Rash. Novela: Kaui Hart Hemmings. Fotografía: Phedon Papamichael. Montaje: Kevin Tent. Diseño: Jane Ann Stewart. Arte: T. K. Kirkpatrick. Efectos: Mark Dornfeld, Michele Ferrone, Paulina Kuszta. Producción: Tracy Boyd, Jim Burke, George Parra, Alexander Payne, Jim Taylor. Intérpretes: George Clooney, Shailene Woodley, Amara Miller, Nick Krause, Patricia Hastie. Grace A. Cruz, Kim Gennaula, Karen Kuioka Hironaga, Carmen Kaichi, Kaui Hart Hemmings, Beau Bridges, Matt Corboy. USA/2011.
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