Después de pasar una temporada en el lado bestia de la vida, que diría Albert Pla, Mel Gibson está recomponiendo su carrera y recuperando las buenas sensaciones de forma inteligente.
Como actor, está utilizando su experiencia personal en los infiernos para interpretar a antihéroes crepusculares con chispa (Blood Father y Vacaciones en el infierno), y a villanos de caricatura memorables (Gibson era lo mejor de Los mercenarios 3 y Machete Kills). Mientras que como director, lejos de bajar las revoluciones tras diez años de parón, recupera su versión más bruta y genial. La de La pasión de Cristo y Apocalypto, dos obras bigger than life que se acercaban a los géneros clásicos, péplum y aventuras, casi de forma radical.
Y no solo por la violencia y la crudeza de sus imágenes. Recuerden: el supuestamente garrulo Mel Gibson -adjetivo con el que le definen sus detractores- consiguió arrastrar en masa a los espectadores al cine, a pesar de estar habladas en arameo, latín y hebreo, y lengua maya, respectivamente, y por tanto subtituladas.
El hecho es que en Hasta el último hombre repite la operación de ese cine a lo grande pero sin concesiones a la galería. Y es que hasta cuando la película se mueve por sus derroteros más convencionales, los primeros años del futuro soldado y objetor de conciencia Desmond Doss (el primer americano en ganar una medalla al honor en combate sin disparar ni un solo tiro) y la historia de amor con su futura esposa, la narración tiene elementos rupturistas; ese núcleo familiar disfuncional que retrata con dureza a un padre maltratador (atención con Hugo Weaving).
No sería raro verle nominado a mejor actor secundario en los próximos Óscar), o el fantástico tramo en el campo de entrenamiento militar donde el personaje de Andrew Garfield es humillado de forma continuada al negarse a empuñar un arma (el duro sargento al que pone cara Vince Vaughn también debería sonar para estatuilla).
Hasta el último hombre viene a ser una revisión desde las entrañas de El sargento York de Howard Hawks pasada por el tamiz del Samuel Fuller indomable de Uno Rojo: División de choque. Clasicismo hollywoodiense y el arrojo y frontalidad propias de un outsider. Gibson se apodera del cine bélico, como ha ya hizo con el péplum y el de aventuras, para llevarlo un poco más allá cuando la acción transcurre en el campo de batalla. Y es que todas las escenas de combate son alucinantes; cámaras lentas, montaje visceral y planos secuencia de sangre, sudor y lágrimas que, por un momento, meten al espectador en la primera línea de fuego del frente japonés en la Segunda Guerra Mundial.
Es difícil describirlo con palabras, pero esperen un infierno en la tierra: gore a cascoporro, mutilaciones, soldados estallando por los aires, piel quemada en carne viva, y muertes a doquier.
En ese sentido, la película es un claro alegato contra la guerra; lo es también en el retrato del personaje de Weaving y esa familia rota a causa de los traumas de la Primera Guerra Mundial. Ahora bien, al mismo tiempo, también retrata el heroísmo de su protagonista, Desmond Doss, en una época donde lo de ir a la guerra era casi obligatorio aunque fuera ir a una muerte segura; con ese concepto del deber y el honor tan marcado que tenían en la Norteamérica de los años cuarenta.
Algo que, visto hoy en día, parece pasado de moda. Un personaje real, el de Doss, que, al conocer de cerca su historia, no acabamos de tener claro si fue un héroe de verdad, o un redneck religioso con buenas intenciones lo suficientemente loco para salvar setenta y cinco vidas en una batalla sin utilizar un arma. Algo que Gibson también parece preguntarse en algunas escenas de la película.
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