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miércoles, 2 de enero de 2019

La película, en cinco películas bolivianas de 2018



Hacer recuentos o balances a veces sirve como una terapia para la vanidad. La de los aludidos y, por supuesto, la de quien puede aludir, haciendo uso de un poder frente a otra pantalla, la de la palabra. Calificar es un ejercicio inevitable de la memoria y el hacer memoria —es decir, el poder escribirla, o al menos intentar describir algo, pero también la acción misma de recordar, de traer de nuevo desde la memoria— encarna deseos vanidosos, pero también la precoz nostalgia de lo que fue hace poco. Y la anticipada tarea de traer eso de vuelta. Se supone, nos decimos, que se tiene que poder hacer algo con ello.

Como conjunto, el cine boliviano de este 2018 es dispar y, a la vez, plano. Este ejercicio de hacer memoria no encuentra grandes picos ni hundimientos, sino una extensión en la que es difícil medir con la misma balanza los escenarios que se presentaron de manera simultánea. Sin embargo, hacer el recorrido de vuelta atiende a una ruta en la que se recoge mucho menos de lo que se deja. Este recuento recoge las cosas que entiende como cine en obras que, a la vez, se entienden y se hacen a sí mismas como tal.

Algunos filmes bolivianos estrenados este año señalan, en el recorrido de esta ruta, que hacer una película no es lo mismo que hacer cine. Hacer una película puede ser igual a hacer un producto comercial ajustado a gustos y comercios globales y globalizados (Muralla, Gory Patiño); puede ser un vehículo para alimentar un imaginario cultural local que se quiere —aunque no se tenga— estático y cerrado (Averno, Marcos Loayza); puede ser una etapa de una estrategia estatal publicitaria, o de la relación entre una firma y sus financiadores (Søren, Juan Carlos Valdivia).

Éstas y otras búsquedas pueden también estar presentes en otras películas, por ejemplo en aquellas que hacen, sobre todo, cine. Y esto, en el recorrido de esta ruta, es un riesgo que pocas películas tomaron como su búsqueda principal. Dicho esto, a lo que vinimos:

— Eugenia, de Martín Boulocq. En mi opinión, la mejor película boliviana estrenada en 2018. Y lo es porque en ella veo la construcción de una película desde el lenguaje de las imágenes y no así desde los personajes o la temática. Claro, éstos también hacen a una película, pero en Eugenia la película se encuentra en la minuciosa atención al desarrollo de la secuencia y la secuencialidad, en la que la materialidad de los cuerpos se engarza con la materialidad del tiempo y su escritura.

— Algo quema, de Mauricio Ovando. Un documental que, además de plantear un acercamiento a un personaje y un periodo en la historia reciente de Bolivia que no fueron explorados desde el cine antes —el ex presidente Alfredo Ovando Candia y la Bolivia de los años 60—, engrana las piezas de la memoria personal y la memoria colectiva a través de una visión política de la forma. Contar una historia de familia arriba a una búsqueda por articular qué es lo que dice una mirada al mundo, desde imágenes que no conforman sino ese mundo atravesado.

— Cómo matar a tu presidente, de Ernesto Flores. La película más vital y, si cabe, más esperanzadora del cine en Bolivia estos últimos años. Anudando una exploración social con una posibilidad formal, hinca el diente en lo que casi todos evitan tocar: un contexto político actual del país. De manera arriesgada y profundamente atractiva, la película prueba una fórmula, revirtiendo la clásica del Cinema Novo “una cámara en la mano y una idea en la cabeza”. Acá, la cámara es no solo la cabeza sino el cuerpo entero, que incomoda, que no sabe qué hacer pero que no se detiene. “Quitate esa cosa de la cabeza”, se oye decir.

— Mar negro, de Omar Alarcón. “No hay nadie que defienda a la locura en este tiempo”, dice Hugo Montero, poeta y paciente del Hospital Psiquiátrico de Sucre. Aunque la película no se desprende de la hegemonía de un personaje y su historia, el retrato apunta a un páramo que no se ve, que se niega y teme. Con la escucha como estrategia activa y tomando la aproximación a un carácter y un universo de manera amplia (el director gestionó la publicación de la obra de Montero), la película aparece cuando se sospecha la vida que la circunda, un alivio para unos, una condena para otros.

— El río, de Juan Pablo Richter. Cierto didactismo anclado en la temática y una búsqueda de articulación con la agenda de reivindicaciones feministas en el mundo, limitan el lenguaje de la primera cinta de este realizador. Sin embargo, sus mejores momentos sí dicen y hacen algo con una manera de entender y hacer cine. En esas secuencias en las que los personajes conversan de todo y de nada con una libertad más ancha que la que pudiera tener un plano perfecto de un paisaje impresionante (la amazonía del Beni), la película deja que el tiempo corra a través de las imágenes, sin anclaje en la funcionalidad de un diálogo, tirando red al río para que el río se la lleve.

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