Buscar

lunes, 5 de marzo de 2012

Un filme de Scorsese - HUGO

En 1982 tuve la suerte de conocer en México a Madeleine Malthête-Méliès. Estaba allí para guiarnos en el ceremonioso ascenso a la cámara de los misterios, a propósito de la presentación de una retrospectiva de la obra de su abuelo: Georges Méliès. Encargada de la conferencia introductoria, su intervención rezumó de principio a fin pasión, fervor y varias otras emociones. Cuando acabamos de repasar el más de medio centenar de títulos rescatados por la nieta (Isabelle en la película Hugo de Martin Scorsese que se comenta aquí), nadie era el mismo que antes de apagarse las luces, ni nuestra idea del cine se mantenía invariable.

Y desde luego, todos los privilegiados, conocedores previos de Méliès por meras referencias librescas en el texto clásico de Sadoul y en los de otros historiadores, pasamos de inmediato a militar en el fervor de Madeleine, justipreciando de paso el verdadero valor del laborioso empeño invertido durante décadas de pesquisa en sitios inverosímiles para salvar el escaso saldo de una obra que en algún momento se creyó definitivamente perdida. En cualquier caso, se estima que “el mago de Montreuil” rodó más de 500 cortometrajes, de los cuales no se pudo rescatar más de un 15 por ciento, número suficiente en cualquier caso para apreciar cabalmente el tamaño de su aporte como inventor y pionero de buena parte de los trucos ópticos aún en uso en el cine, con otra tecnología claro está.

Hugo

Es justamente aquella historia la narrada por Scorsese en Hugo: la reivindicación de un genio incuestionable aplastado, como tantos otros, por la declinación del cine desde sus escarceos iniciales de máquina de mirar la vida, y de inventarla, a negocio multimillonario administrado por la industria, los gerentes bancarios y los magnates llegados del este europeo ávidos de hacer, al precio que fuera, la mayor cantidad de dinero en el menor tiempo posible. Hugo es un emprendimiento que rinde homenaje al cine de los principios con un impecable despliegue narrativo.

Despliegue abrumador en esta ocasión no tanto por su presupuesto de 170 millones de dólares, pocas veces antes tan bien invertidos, ni por la cantidad de recursos técnicos puestos en juego, sino justamente por haberlos sabido someter al servicio del relato, donde el contrapunto entre la imaginación y el rigor nos devuelve la ingenuidad de esos tiempos heroicos, sin dejar de explicitar una crítica frontal a las consecuencias del reemplazo de la ilusión por el pragmatismo a mansalva, homenajeando de paso a todos los grandes de la época.

La virtuosa secuencia inicial, ella sola vale el precio de la entrada, es toda una declaración de principios. En varias crónicas anteriores dedicadas a la filmografía de Scorsese apunté que su modo de rodar es la prueba palmaria de la diferencia entre cineastas cerebrales y cineastas viscerales —dejando de lado a los artesanos más o menos talentosos, pertenecientes a otra especie—. Y en esos términos Scorsese es, se me antoja, el realizador visceral por definición, de los que respiran cine y son capaces de disfrutar con cada movimiento de cámara, posibilitando, esto es lo más importante, la complicidad del espectador con ese gozo salido de las entrañas.

En un solo falso plano-secuencia, que parece verdadero gracias al siempre prodigioso montaje de Thelma Schoonmaker, responsable del rubro en casi todos los largos del director, vamos de una vista general de París, pasando por los andenes de la estación donde se desarrolla la trama, hasta el detalle de los personajes que nos acompañarán luego en este delicioso tributo al cine como artefacto capaz de concebir nuestros mejores sueños y nuestras mayores pesadillas.

Una atmósfera dickensiana envuelve la aventura fantástica de Hugo, el huérfano que habita las laberínticas entrañas de la gran estación de ferrocarril de Montparnasse en París. Ahí, un tío alcohólico lo dejó a cargo de mantener andando todos sus relojes mecánicos, mientras intenta reparar el autómata heredado de su padre, empeño que lo pondrá en relación con el misterioso propietario del kiosco de juguetes mecánicos, Méliès justamente. Subsistiendo gracias a las pequeñas raterías que le procuran el sustento, Hugo debe sortear el peligro encarnado en el vigilante del lugar, un excombatiente de la Primera Guerra Mundial que personifica a la autoridad en un modo caricaturesco propio de los policías que acosaban al vagabundo Chaplin recibiendo al final la clásica patada en el trasero, gesto de insubordinación utilizado por el gran Carlitos para reivindicar a todos los marginados del sistema frente a la prepotencia de la autoridad.

Película muy distinta a todos los anteriores emprendimientos de Martin Scorsese, sobre todo por haber apuntado esta vez al público de todas las edades, oscilando entre un tono naif, dedicatoria especial a la ingenuidad del cine primitivo, y los momentos y ambientes lúgubres que recuerdan a Oliverio Twist, el director entrega un resultado lleno de hechizo y encanto, con un exquisito diseño visual y escenográfico, acompañado por el brillante score musical compuesto por Howard Shore y sostenido por la notable composición de caracteres de todo el elenco, donde vuelve a sobresalir Ben Kingsley, tan convincente en su composición de Melies como en su momento lo fue en la de Gandhi.

Muchos se preguntaron los motivos por los cuales Scorsese pareció haber sucumbido a los dictados de la moda, optando por una realización en tercera dimensión (3D).

Pero la respuesta es la película misma, el uso que Scorsese hace de la tecnología con igual espíritu bohemio y con la misma agitada curiosidad que describe al reproducir los afanes de Melies en aquel mítico estudio de cristal de Montreuil.

A lo largo de su carrera Scorsese no se limitó a rodar películas, dando cuenta de una erudición cinéfila expresada en los múltiples guiños y alusiones que atraviesan esa obra mayor; buena parte de ese esfuerzo estuvo dedicado también a trabajar a favor de la salvaguarda de la memoria cinematográfica. La inclusión en el relato de fragmentos de los primeros cortos de los hermanos Lumière es de tal suerte no sólo un tributo nostálgico a la magia de las primeras películas, sino también de manera implícita una invocación a preservarlas de la destrucción y del olvido.

ARTISTA

¿Será casualidad que el año del salto a las pantallas del último Scorsese sea también el del estreno de El artista, arriesgadísimo tour de force de Michel Hazanavicius, quien se atreve en pleno apogeo de las mega producciones de la nada y del ya tedioso show sin fin de los efectos especiales a una película muda en blanco y negro, cuya moraleja resuena como un sopapo de novia despechada en callejón vacío propinada en el rostro de la aparatosa banalidad de este cine nuestro de cada día? ¿O será el síntoma de alguna otra cosa, ojalá de un deseo de volver la mirada de la producción a la gente y sus afanes? ¿De regresarles a las películas su capacidad para hablar de los asuntos en verdad importantes? No demoraremos en saberlo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario