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jueves, 29 de marzo de 2018

Tomb Raider: Lo que queda después de la acrobacia

El cine comercial lleva desde principios de los noventa emperrado en un propósito acaso utópico: es posible hacer una buena película basada en un gran videojuego. Y aunque Super Mario Bros y sucedáneos hayan ido acumulando pruebas por el camino de que no, no lo es, el esfuerzo se ha mantenido constante, y a cada año varias tentativas han ido perfilando el porqué, más allá de la sola mención de Uwe Boll.

Y es que, ante todo, has de tener claro el target, y saber si quieres contentar tanto al público casual como al que ha desembarcado en la sala de cine con ganas de clamar al cielo en caso de que los movimientos del protagonista no sean calcados al de su homólogo virtual.

Si no lo tienes muy claro, o si la marca es algo tan grande y transversal como Tomb Raider, has de pagar un peaje mínimo. La película de Roar Uthaug lo hace cuando la heroína interpretada por Alicia Vikander ha de resolver "un puzzle de colores" mientras el suelo de una habitación se derrumba, pero ya está. No volvemos a ver algo así, ni lo hemos visto antes. La película puede respirar y seguir siendo una película.

La nueva Tomb Raider supone un film que quiere inspirar cercanía y corporeidad. Y por eso, tras una introducción paupérrima dando cuenta del elemento sobrenatural del asunto, Lara Croft nos da la bienvenida poniéndose ciclada en el gimnasio, e intercambiando golpes con otra tipa mientras le sudan los abdominales y olvidamos instantáneamente a Angelina Jolie, y todo lo que supuso Angelina Jolie.

Posteriormente se sube a una bicicleta, se gana el jornal, y por vacilar a sus colegas se involucra en una persecución larga y deliciosamente idiota a través del centro de Londres, bruscamente finalizada cuando en un descuido se estampa contra un coche.

Roar Uthaug y la oscarizada Vikander sientan así, y a la perfección, el leitmotiv de la película: Lara Croft pegándose hostias. Constantemente. Sin parar. Para a continuación siempre levantarse, jadear, y tratar de ocultar el llanto porque tiene que seguir adelante. Todo eso, sin que se resienta lo más mínimo el carisma de una actriz formidable que ya en Jason Bourne consiguió robarle la película a Matt Damon en las mismas narices.

Como un John McClane sin resaca, o un Leonardo DiCaprio pasándose El renacido a golpe de anfetas, Lara va acumulando heridas y porrazos sin que el rictus badass abandone su rostro, pero, también, sin que el peso de ser la heroína de acción definitiva entorpezca su humanidad. En un momento dado, tras el salto del siglo, la protagonista se pasa cinco minutos retorciéndose de dolor en el suelo. ¿Habíamos visto algo así antes, en alguna otra película basada en un videojuego? Probablemente no. Y no es porque Tomb Raider, de repente, quiera ser realista. Simplemente, es que está traduciendo un lenguaje a otro, y en el cine, a no ser que tu película se llame Al filo del mañana, si te das el cebollazo padre te tienes que quedar en el suelo. Aunque sea un rato, remoloneando, para que el espectador empatice y sienta que ahí hay alguien. Por este motivo, el principal referente manejado es el mismo que debería guiar todas y cada una de las películas de aventuras con sesgo arqueológico, esto es, la magistral Indiana Jones y la última cruzada, de la cual incluso vemos aquí diálogos clavados.



A favor: Alicia Vikander, por supuesto.

En contra: Que la necesidad de dar luz a hipotéticas secuelas acabe por lastrar un final demasiado atropellado.

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