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domingo, 7 de enero de 2018

Coco: Juanita, la de los ojos bicolores

Más o menos a la mitad de Coco se sucede un número musical. No es el primero ni será el último, porque a lo largo del metraje Pixar ha querido insistir muy fuerte en que ésta era una película totalmente innovadora, pero sí sorprende porque aquí nadie se ha molestado en disimular el inherente pegote.

Un espectro moribundo le pide a un poco menos moribundo Héctor que le toque una canción con su guitarra. Héctor cede, pero tras cantar un poco se ve obligado, viendo los ojos del pequeño Miguel clavados en su instrumento, a modificar la letra. ¿Su excusa? La misma de Timón para no extenderse en sus alabanzas a la cultura hippie: hay niños delante.

Esto, por supuesto, no atina a quitarle hierro a los complicados temas que trata Coco. La muerte, el recuerdo de los seres queridos, el abandono familiar, el alzheimer. Algo bastante difícil de manejar; algo que sobre el papel semeja un prólogo de Up extendido hasta el infinito, y que trata de tamizarse con diálogos pasmosamente explicativos y un alivio cómico -el perro idiota- que parece subsistir bajo la suma de tres PG-13 por lo menos. Chirría un poco, pero Pixar ya está lanzada, y nadie puede detener a Pixar. Ni siquiera su target objetivo, sometido a una alocada hibridación.

Y es que Coco va a por todas, haciendo suya la tradición mexicana con gran arrojo -además de prorrumpir en un corte de mangas ante cualquier posible reproche por apropiación cultural- y aprovechándola para deshacerse en un festín visual lleno de luz, color e ideas. Puede que el Día de Muertos nunca luzca mejor ni más didáctico que en la película de Lee Unkrich y Adrián Molina, y que nadie consiga ni quiera hacerse eco de la pereza de la historia envuelta en tan espléndido papel de regalo. Coco, por encima de todas las cosas, es la muestra del poderío consolidado de Pixar, y de la profesionalidad con la que puede hacer frente a cualquier propuesta sin, por lo que parece, esforzarse demasiado.

Es algo importante ahora que el prestigio de la compañía está en entredicho, al margen de razones extracinematográficas, debido a la afluencia de secuelas y precuelas de los últimos años, y las que nos quedan. Coco se desmarca con valentía de esta tendencia -aun cuando, cosa curiosa, su argumento esté constituido por un amasijo de tramas anteriores y exitosas-, y su excepcionalidad va mucho más allá de la movida musical, o de la problemática asunción de que el grueso de sus espectadores potenciales nació en la década de los noventa.

Sobre todo, Coco es una avalancha emocional perfectamente calculada y orquestada, con las cantidades justas de sensiblería, estética y manipulación para hacer llorar a todo aquél que se interese mínimamente por la historia de Miguel y su familia. Está tan bien pensado, nos conoce tan bien la lupa, que es capaz de conducirnos con total calma a una última media hora de llanto en cadena. La historia pasa por todos los giros y catarsis que nos esperábamos, pero nos da igual; queremos estar ahí, y regodearnos en nuestras propias lágrimas. Queremos que Pixar nos dé nuestra dosis, y desde el momento en que quiere darla, ya nos la hemos comido. Si es que da hasta rabia.

Lo mejor: El juego que da visualmente la movida esquelética de Héctor. Ni Harryhausen le habría sacado más partido.

Lo peor: Que en pleno 2017 alguien siga pensando que emplear ´flashbacks´ color sepia es una idea fabulosa.

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