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domingo, 23 de agosto de 2015

Critica Boquerón




Casi 140 extensos minutos, a ratos inacabables, demora Tonchy Antezana en dar con el tono y el tratamiento visual idóneo para un momento de auténtica vibración emotiva. Lamentablemente se trata del final, cuando los diezmados sobrevivientes de las tropas bolivianas encargadas de la defensa del Fortín Boquerón entran en Asunción en calidad de prisioneros.

Es el precio de la derrota y la constatación de la inutilidad del heroísmo bélico, tal vez la muestra extrema de la estupidez de los hombres. Todo ello dicho con una muy agradecible economía de palabras y en un blanco y negro preciso para figurar una suerte de documental de época y dar cuenta del patético estado de aquellos saldos humanos, y del cambio del talante de los asunceños desde la ira a la conmiseración.

En la realidad era apenas el inicio de una de las guerras donde el absurdo alcanzó grados extremos: dos de los pueblos más pobres del continente empujados a la matanza, manipulada entre bambalinas por las empresas interesadas en las reservas petroleras del territorio en disputa. Tal dato, fundamental a estas alturas para comprender, si fuera posible, lo acontecido en el Chaco, es dejado de lado, restando así el valor pedagógico de Boquerón para las generaciones actuales.

Dos horas y veintipico minutos antes el relato se pone en marcha en el velatorio de uno de los sobrevivientes. La secuencia ofrece la pauta acerca de las formas de un relato que opta por la solemnidad impostada, inclinándose a una construcción discursiva alimentada por insumos estilísticos cuando menos discutibles, en su afán de rendir tributo, por una parte, a los cerca de 600 combatientes bolivianos que resistieron, en condiciones de máxima precariedad, durante tres semanas el asedio de 10.000 soldados paraguayos; mientras intenta por otra parte adentrarse en la personalidad de algunos de los personajes elegidos para ilustrar aquel encaramiento entre el país urbano y el país rural (Fellman Velarde dixit).

Luis Alberto, Darío, Tomás y Cañoto provienen de distintos orígenes, componiendo una suerte de microcosmos alegórico apuntado a describir el encuentro de las gentes que hasta aquel momento apenas cohabitaban en la geografía de un país desarticulado, con rígidas divisiones de clases. Sin embargo las penurias compartidas les permitirán reflotar el viejo revulsivo de la fraternidad varonil, nutriente básico de muchas de las películas del género bélico.

El método elegido para equilibrar ambas líneas narrativas es la acción en combate y la introspección intimista, que consiste en alternar la reconstrucción de las trincheras y las escaramuzas con flash backs al ayer de los personajes, en afán de describir sus disímiles entornos familiares, sus historias y sueños y los motivos por los cuales acabaron metidos en el entrevero, alguno sin contar con la edad mínima para el enrolamiento.

Las escenas dedicadas al frente están mejor tratadas que las vueltas de tuerca al pasado o los apuntes del presente. Es en los apuntes biográficos imaginarios acerca de los protagonistas cuando la película desnuda su mayor fragilidad. Los personajes no conversan, dicen frases para el bronce; el lenguaje coloquial les es ajeno, pronuncian sentencias inapelables acerca de la existencia, la vida, el amor, la guerra desde luego, y todo aquello respecto a lo cual el director se siente obligado a emitir su parecer por boca de sus criaturas.

El cine, aun tratándose de obras de autor, es un trabajo de equipo. Salvo en ejemplos muy excepcionales siempre redunda en beneficio del resultado la concurrencia, la confrontación, de distintas pericias, visiones y talentos. Por eso cuando una persona se reserva el rol de factótum excluyente, semejante decisión solo puede rendir buenos frutos si tal elección se respalda en el talante autocrítico lo suficientemente agudo para dejar de lado, durante el armado final, las redundancias, las secuencias superfluas, inevitables a lo largo del rodaje, concentrándose en el material estrictamente funcional para apuntalar la fluidez dramática y narrativa. No pareciera ser el caso.

El riesgo del ensimismamiento acrítico se acrecienta frente al engorroso desafío de la reconstrucción de épocas y ambientes pasados, trabajo siempre demandante de esfuerzos y recursos técnicos y financieros a menudo inaccesibles. Tal reto puede acabar bloqueando del todo el distanciamiento indispensable a la hora de seleccionar y dejar de lado en el producto final el material prescindible, adoptando única y solamente aquello que incide a favor del empate entre las intenciones y los frutos. La banda sonora se decide, en consonancia con el tramado de los diálogos y de la textura icónica, por el maximalismo y la grandilocuencia, por los tics y los modelos del formato cívico-protocolar, afectando así el espesor emocional del ejercicio de introspección de los personajes, lo cual provoca una tensión no resuelta entre los dos propósitos expresivos señalados antes.

Tampoco ayuda a focalizar la empatía del espectador el procedimiento elegido para significar el paso de las horas, de los días, de las semanas. El tiempo, pesando sobre una situación cambiada día a día para peor, se ilustra con el recurso a las nubes corriendo por el horizonte o las estrellas que se mueven con lentitud en el espacio: efectos de ordenador machacados una veintena de veces cuando menos, sin ningún plus creativo o de imaginación.

Despareja, excedida en duración, confundida entre el ritmo deliberadamente ralentizado con fines dramáticos y la morosidad caprichosa, que conspira in extremis contra el interés del producto terminado, Boquerón transcurre a base de bloques autónomos de escenas, insuficientemente hilvanados, en varios momentos metidos a presión entre otras secuencias, quebrando el flujo narrativo sin justificación detectable. El ejemplo más nítido es el momento dedicado a un hierático personaje, Salamanca quiero adivinar, asomándose, luego de un prolongado momento de dubitación, al ventanal del Palacio Quemado, para derramar una lágrima al ver pasar dos mujeres vestidas de luto.

Desigual es asimismo el rendimiento de un elenco, novato mayoritariamente, comprometida la eficacia de su esfuerzo por los yerros del guión y por la ausencia de un claro eje dramático articulador del relato, aun cuando varios de los desempeños testimonian la existencia de estimable talento en bruto.Boquerón reactualiza la vieja discusión acerca de la suficiente validez del esfuerzo invertido en una obra —enorme en esta producción que demandó cerca de dos años de rodaje—, frente a la necesidad de juzgar el resultado a secas, teniendo en mente que es por este último como debe justipreciarse el trabajo de cualquier creador.

Resulta justo agradecerle a Tonchy Antezana el arrojo para adentrarse en aquel trance crucial de nuestra historia contemporánea, tanto como reclamarle por los equívocos en el modo de afrontar su ensayo, en el cual las sombras prevalecen con largueza por sobre las luces.

Ficha técnica

Título original: Boquerón. Dirección, Guión y Fotografía: Tonchy Antezana. Edición: Tonchy Antezana, Bismar Chávez. Arte: Nayra Antezana, Nadir Galindo. Efectos: Sergio Antezana Jr., Pablo Rodríguez. Maquillaje: Dannitza Rocabado. Vestuario: Mercedes Yapu. Música: Huáscar Bolívar. Sonido: Sergio Jaldín, Bernard Marinovich. Producción: Nadir Galindo, Cecilia Matienzo. Intérpretes: Sergio Fernández, Alejandro Loayza, Hugo Velásquez, Elmer Mamani, Tedy Vega, Elvis Antezana. PRODECINE, CINE DE ALTURA - BOLIVIA/2015.

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