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domingo, 8 de abril de 2012

El eterno Woody Allen

La última película del director y actor estadounidense parece volver a cosechar, tras un tiempo, el aplauso crítico y el del público.

Midnight in Paris (Medianoche en París en Hispanoamérica) es una comedia romántica ganadora del Óscar al mejor guion original, escrita y dirigida por el cineasta Woody Allen, que se presentó en la apertura del Festival de Cannes de 2011. La película ha sido la más taquillera de Allen en los Estados Unidos.
Ella quiere saber más de París. Él le comenta que es la capital francesa. Ella, tan atractiva como idiota, acota que la metrópoli parisina es algo así como “la La Paz de Francia”. Él, más idiota aún, es incapaz de explicar a su oxigenada novia las diferencias entre capital y sede de gobierno. Los diálogos de Owen Wilson y Rachel McAdams se confunden con los de la pareja que me acompaña y el cuchicheo desvergonzado del resto del público, entre ellos algunos niños que apenas llegaban a los 12 años. ¿Por qué esta introducción resulta importante? Porque Medianoche en París, último filme del gran Woody Allen, atrapa sin complicaciones a una audiencia que se deduce ajena a su contexto, alejada de los poemas de Gertrude Stein, los relatos de Scott Fitzgerald o las innovaciones pictóricas de Miró o Picasso.

EL MEJOR ALLEN HA REGRESADO. La historia relata la tormentosa relación prenupcial de un melancólico guionista hollywoodense que tienta el pedregoso terreno de la literatura. Su prometida, una hermosa y antipática rubia, lucha contra sus pretensiones literarias. Aun así, es gracias a ella que visita París, que en última instancia es el arcano que le abre las puertas de la imaginación. Tras una sutil discusión con su novia, Gil decide pasearse solo por la ciudad. Al llegar la medianoche, un Peugeot clásico parquea frente a él y los pasajeros lo invitan a subir. Así comienza una carismática aventura, llena de humor, homenajes y autorreferencias. Todo se transforma en una sucesión de viajes por el pasado, las mejores épocas, que contradictoriamente siempre devienen en el presente. Humor ácido, inteligente, el mejor Woody Allen ha regresado. La sala se inunda de carcajadas. No importa quiénes sean T.S. Elliot o Toulouse-Lautrec, lo que realmente importa es disfrutar el instante en que la razón sucumbe a las emociones. Allen desmitifica, sin deshonrar, más bien rindiéndole tributo, el parnaso artístico-intelectual de los veinte. Completamente embelesada, “la rubia tarada” de la fila superior calla y se entrega a los caprichos de un desconocido y enclenque judío de 76 años.

UNA SÍNTESIS HONESTA. Para los que seguimos a Woody desde siempre, resulta satisfactorio reconocer a nuestro ídolo desde los primeros segundos de proyección. Podría ser Nueva York, Londres o París, sea cual sea, siempre hará que las metrópolis sean suyas. Esta capacidad inaudita de apropiación es pocas veces vista en el cine; obviamente sólo podría ser alcanzada por uno de los más geniales directores de nuestra era. Personajes sólidos, interpretaciones inolvidables, entre las que destacan las de Adrien Brody, Marion Cotillard, Corey Stoll y Kathy Bates, presumen un guion pulcro y un excelente trabajo de casting. Owen Wilson, más allá de cargar con el protagónico, se perfila como un alter ego de Allen, no es el mismo, jamás podría serlo, y tal vez esta amalgama de adaptación y renovación lo haga incluso ideal. La musicalización, a cargo de Stephane Wrembel, que también trabajó en Vicky, Cristina, Barcelona, ambienta París con la misma claridad demostrada anteriormente con la capital catalana y se conjuga dulcemente con el romántico piano de Cole Porter. Una síntesis honesta y nada pretensiosa de Allen. ¿La fórmula? Esa que tanto se extrañaba: guion redondo, fotografía concreta, melomanía, humor sin pausa y, sobre todo, la certeza de un Woody cercano y tangible. Medianoche en París es como recuperar un extravagante amigo, retomar sus crisis creativas y sus dilemas existenciales.

MANIFIESTO PÓSTUMO DEL NEOYORQUINO. A pesar de la humildad demostrada por la película, los alcances de su discurso son incalculables. Quebrar el tiempo, hacer del pasado nuestro presente y demostrar que el presente en seguida ya es pasado, no es mero entretenimiento. Cuestionar la futilidad con la que asumimos nuestra existencia, renegar de la anhedonia cotidiana que nos priva de los goces mínimos del día a día, proponernos la creación artística como una de las puertas hacia la eternidad, incitarnos a trascender nuestro momento más allá de los límites de lo concebible, quizás sean éstas las subterráneas intenciones del director. Este filme podría considerarse un sencillo y estentóreo manifiesto póstumo del neoyorquino. “La muerte es el olvido…”, decía Saenz. Woody no le teme a la muerte.

*revolucionkbx@gmail.com

20 Esta década del siglo pasado es la que funciona como motor ficcional en esta nueva película.

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