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lunes, 2 de abril de 2012

El artista

Una declaración de amor por el cine”, con esa casi puerilidad muchas crónicas intentaron sacarse de encima el compromiso de una recensión crítica de El artista que fuera más allá de las apariencias. Lo es, en efecto, pero es al mismo tiempo una amarga constatación de la dependencia estética del cine respecto a la tecnología, extremo no equiparable a ninguna forma de expresión precedente.

Lo comprendió en su momento muy bien el genial Carlitos Chaplin, negándose a permitir que sus personajes hablaran. Los propios emprendimientos que intentó a regañadientes cuando ya no le quedaba alternativa mostraron cuán certeros resultaban sus recelos. Una obra como Candilejas (1952) —auténtico canto del cisne de un artista en retirada con apenas unos pocos destellos de su enorme talento— hubiese merecido un tratamiento crítico bastante más riguroso de haber sido filmada por un director menos consagrado.

El artista es, por añadidura, un paseo por un campo minado, vale decir que es un proyecto sembrado de riesgos: necesitó de las agallas del director, claro, pero también de productores en disposición de oblar los recursos necesarios para una película que fácilmente pudo ser un fracaso, destinado a pocos entendidos en condiciones de establecer las comparaciones, obvias, entre las “verdaderas” películas antiguas y este remedo.

Si no devino en estrepitoso patinazo se debe al cuidado puesto por su director, Michel Hazavinicius —por lo visto profundo conocedor de los mecanismos narrativos del cine de los comienzos—, para evitar colocarse por encima de la época retratada, mirándola condescendiente desde los cien años y pico transcurridos desde entonces. Consigue de esta manera una proeza: demostrar que una película silente, en blanco y negro, con el formato de encuadre de entonces, puede funcionar hoy, es decir, comprometer emocionalmente al espectador con la pequeña tragedia —pequeña para quienes no la vivieron— de una generación de actores y actrices condenados de pronto al retiro por no estar habilitados para la dosificación gestual radicalmente distinta demandada por los filmes con sonido incorporado, o por una simple discordancia entre el tono vocal y la imagen que tenían instalada en el imaginario de los espectadores.

Los espectadores del cine silente admitían sin reparo la sobreactuación indispensable —el “agrandamiento” del gesto como se dice en la jerga del gremio— para transmitir con un solo ademán aquello que el cine sonoro pone en escena ya sin necesidad de subrayados. Ése era el primer dilema a resolver en el tratamiento de la historia de George Valentin, el personaje de El artista. El realizador lo resuelve de la mejor manera: sólo apela al modo enfático en los momentos de cine dentro del cine, vale decir aquellos tramos del argumento reservados para mostrar a Valentin y sus colegas en medio de una filmación.

En cambio, el resto de la película se maneja con un estilo “naturalista” adecuado a los hábitos perceptivos del espectador actual. Lo contrario, probablemente, habría llevado a El artista a la parodia, comprometiendo su atmósfera.

Inspirada en la historia real del astro John Gilbert, Valentin es una mezcla de Valentino, Douglas Fairbanks, Erroll Flynn con algún toque de Clark Gable. O sea, es un galán seductor peinado a la gomina, pertrechado siempre en una sonrisa ladeada y matadora, cuyo encanto tiene rendido a sus pies a cualquier espécimen del género opuesto y muerto de admiración envidiosa a todos los del propio. Pero, de pronto, ve escurrírsele entre las manos la fama y buen pasar. 1927: ha llegado el cine sonoro, acompañado del retiro forzoso de quienes representaban a una época terminada.

En cambio, Peppy Miller, la escurridiza aspirante a estrella encarna la transición, pues cuenta con la versatilidad, la desfachatez —y la ambición— para acomodarse a lo nuevo. Así, poco a poco, los roles van mudando: Peppy de protegida pasará a protectora, mientras el pétreo George Valentin se deslizará sin remedio de la celebridad a la decadencia.

Todos los grandes nombres del cine de comienzos del siglo pasado manejaban con maestría las claves para desplazarse con fluidez de la comedia al melodrama, una receta que Hazanavicius administra con similar competencia. Ésa es otra de las claves del óptimo rendimiento de la narración de El artista, es capaz de hacernos olvidar que nadie pronuncia palabra alguna.

Cine silente, defino más arriba, porque el biógrafo no fue casi nunca mudo. Cosa distinta es que no tuviera incorporado el sonido en la propia cinta, pero siempre tuvo algún tipo de acompañamiento sonoro, musical en buena parte de los casos. Salvo en el Japón y otras latitudes donde hasta bien entrados los años 20 todavía las exhibiciones contaban con la presencia de un “explicador”, encargado de hilvanar las piezas de historias a menudo dispersas o confusas.

En El artista la omnipresencia de la música es recuperada por Hazanavicius, como muchas otras claves de aquel cine entre naif y cursi: el perrito fiel e ingenioso; el peso dramático de algunos objetos alrededor de los cuales se entrelazan las situaciones; el paso en toma continua de un decorado a otro sin ocultar el artificio; la invencibilidad de los héroes capaces de atravesar un tornado y varias guerras sin perder la sonrisa ni el jopo...

Apenas si podría ponerse en cuestión el innecesario recurso a la música de Vértigo (Alfred Hitchcock, 1958) acompañando el descenso de Valentin hacia el anonimato, castigo mayor al de la muerte civil para quienes vivían de la autonutrición intensiva del ego mediante el baño diario de idolatría, mecanismo básico de funcionamiento del star system, igualmente desmontado con preciso pormenor en la trama de El artista.

El director juega limpio —ajeno a trucos fáciles y golpes bajos—, lo que es otro de los rubros dignos de anotar en el haber de esta película totalmente a contramano de la onerosa espectacularidad de moda. Y no es que se trate de una producción barata ni mucho menos, pero a diferencia de tanto producto lujoso y vacío de sentido, en este caso no se apela a escamoteos y subterfugios. Así, a una parte de la prensa francesa le hubiese causado profunda irritación que un compatriota se anote a estas alturas en la nostalgia retro por Hollywood, humor que habrán empeorado de seguro los múltiples tíos Oscar hace poco recibidos.

Controversia de entrecasa, en todo caso, que no quita ni pone a favor o en contra de esta gratísima revelación.

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