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domingo, 11 de marzo de 2012

La invención de Hugo Cabret: la hora de las despedidas

Uno: En pleno disfrute de las miserias de la edad senecta, un director decide hacer una película para niños. Es la primera de su larga carrera, más bien obnubilada por los códigos de la violencia y del fracaso, por las imposibilidades de la redención. Y al hacerlo, al probar suerte con una historia para el disfrute de toda la familia (y también del maldito perro), recuerda su infancia: la de un niño asmático, varado en su cuarto, mirando por la ventana. Es más: recuerda al niño que imagina historias desde lejos, como quien ya se ensaya en esa suerte de voyerismo formalista que, también, es el cine.

Dos: El resultado es La invención de Hugo Cabret, rápido curso sobre los orígenes del cine y homenaje a los niños que miraron la vida desde su ventana para luego seguirla mirando, pero en una sala de cine o detrás de la cámara. En el centro de la fábula, Hugo –huérfano que por mero afán o vocación mantiene en hora los relojes de una estación de tren– contempla el mundo, escondido entre diales, engranajes y resortes. Lo que se ofrece a sus ojos –y toda la actuación de Asa Butterfield consiste en abrir los suyos, grandes y azules– son escenas arquetípicas del cine silente: la ingenua que vende flores, el irascible policía secretamente enamorado de la ingenua, los viejitos que no se atreven a hacer de su soledad una soledad acompañada, el misántropo vendedor de juguetes y dulces. Esta historia –que es más bien pretexto para un ejercicio virtuoso de planos y movimientos de cámara (digitales)– consume una de las dos horas de la película.

Tres: Hugo podría haber sido un desastre. Descritos con poca generosidad, los ingredientes de la película anunciaban un pócima indigesta: a) un París de preguerra y de postal (con Torre Eiffel, estación de tren, art deco y Django Reinhardt dándole duro a la guitarra en el fondo); b) dos niños huérfanos; c) todo en 3D. Pero el desastre no se produce. Entre los mayores o menores homenajes contemporáneos al cine (Cinema Paradiso de Tornatore, Nitrato de plata de Ferreri o, si se quiere, la magnífica Good bye Dragon Inn de Ming-Lian Tsai), el de Scorsese es algo más que nostalgia o divertimento o impugnación. De hecho, es una película didáctica, minuciosa y voluntarista, casi un panfleto en la campaña de Scorsese por recuperar y restaurar las glorias pasadas del cine. ¡Y lo es en 3D!

Cuatro: Es imposible considerar el 3D otra cosa que un viejo invento desenterrado para poder cobrar entradas más caras. Generalmente, se añade a posteriori y mal, muchas veces con un molestoso oscurecimiento de las tomas. E incluso cuando se lo usa bien, se suelen privilegiar los objetos que, en la imagen, están más cerca: nos perdemos así los detalles “marginales” de la toma (aquellos que la profundidad de foco permite). Si vemos a un personaje con un martillo, por ejemplo, ya no vemos casi nada más, concentrados como estamos en que no nos tiren el martillo a la cara. Son pocas las cintas que, en estos años plagados de 3D, han usado el recurso con alguna diferencia: Avatar, sin duda, con sus escenas envolventes de árboles y montañas salidas de la tapa de un disco de Yes. Y ahora Hugo, que nos sitúa entre máquinas, ruedas y pistones, en una versión celebratoria del Chaplin tragado por las máquinas en Tiempos modernos.

Cinco: Scorsese aplica el 3D, no sin cierta ironía, a los orígenes mismos del cine. Hasta vemos así la cinta inaugural de 1895 de los Hnos. Lumiere: la llegada de un tren. Y también un apretado compendio (hermosamente editado por Thelma Schoonmaker) de tomas famosas de ese periodo del cine. Y vemos al inventor del cine de ciencia ficción y fantasía, Georges Méliès: ésa es, de hecho, la otra mitad de la película, pues resulta que Méliès (Ben Kingsley) no es otro que el viejo misántropo que vende juguetes y dulces en la estación de trenes. Y es esa historia, la de la redención de un Méliès abatido –con el alma en las pelotas y peleado con el mundo–, la que Scorsese quería contar.

Seis: Es sintomático, claro, que la película no se ahorre cuanta posibilidad digital a mano para reconstruir los orígenes del celuloide (un medio en proceso de pasar a mejor vida). Y también hay algo por lo menos digno de una pausa perpleja en el hecho de que las maravillas digitales de Hugo se ocupen de celebrar una edad de hierro y sus portentos mecánicos. En el centro de la cinta, por ejemplo, vemos a un muñeco mecánico descompuesto (copiado en parte de otra gloria del cine silente, Metrópolis de Fritz Lang) al que Hugo le dedica sus desvelos y que, descubrimos después, al que Méliès también le dedicó los suyos. De repente, lo que en Lang y Chaplin eran marcas de una distópica modernidad (el hombre sometido a las máquinas), en esta era digital se convierte en nostalgia por un pasado en el que, si bien dependíamos de máquinas, eran por lo menos “nuestras máquinas”, seres que podíamos tocar, arreglar y que tenían, como el celuloide, un cuerpo. Desde las distancias abstractas y virtuales de lo digital, Scorsese propone una reivindicación de la corporalidad mecánica.

Siete: Aunque para niños (pero no infantil) y aunque capaz de atracciones populistas (persecuciones, caídas y excesos sensibleros), Hugo es nomás una película de Scorsese. Es decir, una película sobre gente desolada porque ha perdido algo: a los padres (los dos niños protagonistas), las películas que alguna vez justificaron su vida (Méliès), o una época de trenes, engranajes y celuloide (nosotros).

Ocho: Pero a diferencia de la sobriedad derrotada que suele cerrar sus relatos, Scorsese, a sus 70 años, prefiere cerrar Hugo con un final feliz en forma: los padres perdidos no regresan, pero “otra” familia es posible; y aunque buena parte de las películas de Méliès se perdieron para siempre, tenemos todavía su maravilloso Viaje a la luna de 1902.

Y medio: Hugo es una película atípica: se toma su tiempo y tiene un contenido, nos informa de algo. Es más: sugiere, con audacia didáctica, que, en estos tiempos de amnesia más o menos disciplinada, un par de niños podrían alimentar cierta curiosidad o pasión histórica (por el cine). Dice que “el pasado puede ser también una aventura” y que, como nuestros padres y abuelos, tiene algo que decir. Esta moraleja algo sentimental es hoy una descarada y bienvenida obscenidad.

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