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domingo, 18 de septiembre de 2011

Planeta de los simios, (r)evolución: a César lo que es de César

Pagina Siete

Uno: Sin contar el vergonzoso remake de Tim Burton del 2001, este Planeta de los simios es la sexta película de la saga, iniciada en 1968 con la que es todavía la mejor de la serie, esa con Charlton Heston gritándole a un chimpancé “quítame tu hediondas pezuñas de encima, maldito mono asqueroso”. Si atendemos al título original de esta sexta parte, más que una continuación quiere ser un nuevo principio: su título en inglés es “El origen del planeta de los simios”, es decir, el arranque de una franquicia.

Dos: En estos asuntos simio-cinematográficos, la única película memorable es la de 1968. El resto de la saga es un deslucido (y ridículo) entretenimiento: cuatro cintas sobre, respectivamente, un “Debajo”, un “Escape”, una “Conquista” y una “Batalla” por “el planeta de lo simios”, además del ya mencionado (y fallido) remake del 2001 (en el que los monos, cual gringuitos más peludos, se dedican a jugar basketball y mascar chicle). Es más: si la cinta “original” merece recordarse (pues ya era una torpe simplificación de la novela de Pierre Boulle en la que se basa) lo es por sólo dos o tres escenas, nada más.

Tres: El planeta de los simios de 1968 funcionaba por lo siguiente: no sólo trazaba una típica moraleja post-nuclear sino que lograba convertirla en un descubrimiento horroroso. El viaje espacial del protagonista a un planeta exótico (en el que los simios reinan) se transforma, en la revelación final, en un viaje al futuro: ese extraño planeta no había sido otro que el nuestro. La escena final resume esta sorpresa con genio visual: Charlton Heston descubre las ruinas de la estatua de la libertad y se da cuenta, en unos segundos, de que no hay escape pues, en los hechos, ya está en casa.

Cuatro: La “sorpresa final” de la película clásica era hoy imposible, por archiconocida. Pero sí se podía, como en los comics, regresar a otras partes de la historia: el origen, por ejemplo. Esta nueva Planeta de los simios se ocupa así del mero principio: el clásico momento en que, “por su arrogancia y codicia”, la humanidad produce una raza de monos inteligentes que, nos imaginamos, acabarán haciéndose cargo del planeta y sojuzgando a sus creadores. Quizá por ello la cinta tiene el aire provisional y preparatario que tiene: todo en ella es un tentativo prólogo de las siguientes, que nos irán llegando en los próximos años.

Cinco: Desde el siglo XIX nuestra cercanía con los monos ha sido una de las obsesiones principales de la ciencia ficción. Este primo siniestro llegó a la familia, papeles en mano, más o menos desde que Charles Darwin propuso el parentesco. Ese hecho, hoy aceptado con indiferencia, al principio fue vivido como un asunto de terror, cargado de histerias racistas. Proliferaron relatos en los que los monos dejaban de ser mascotas y se tornaban en alter egos: el Dr. Jeckyll, al tomar la pócima que lo convierte en el criminal Mr. Hyde, adquiere rasgos simiescos; sobre “el hombre invisible” de Wells se especula que “quizá sea un negro o un animal”; y hasta el primer cuento policial, “Los crímenes de la calle Morgue” de Poe, ubica a un orangután en la resolución de su misterio. Los monos, en suma, eran ya entonces índice de lo que podríamos ser, fuimos o seremos. De estas alegorías aterradas, acaso la más interesante sea una latinoamericana: el cuento “Yzur” (1906) de Leopoldo Lugones, que nos habla de un mono (Yzur) al que se somete a una serie de torturas para “hacerlo hablar”, cual si fuera preso político. Todo porque a un científico se le ocurre que los monos no hablan porque no les da la gana (y no porque no puedan), silencio que los eximiría de la esclavitud.

Seis: Pierre Boulle, el francés que escribió la novela La Planète des signes (1963), tenía otra cosa en mente: un distópico “relato filosófico” en el que se ironiza sobre el mundo desde la diferencia que supone pensarlo como dominado por monos. Algo de esa idea, aunque poco, sobrevive en esta nueva película: se asume el punto de vista de los simios, que son, de lejos, los protagonistas del asunto. En el centro del divertimento tenemos a César, el chimpancé cuya evolución la película sigue. De una mascota adorable, César pasa –haciendo honor a su nombre– a graduarse con el título de líder de una rebelión, un general “ético, firme y sabio”.

Siete: Es claro que los monitos son lo mejor de la película. Porque en este festival de pésimas actuaciones humanas, las “actuaciones” de los monos son las cautivantes. En especial la de Andy Serkis, el actor que “interpreta” a César (antes le había puesto la cara y voz al Gollum en El señor de los anillos). Las comillas vienen al caso porque esas “actuaciones” derivan, en realidad, de la técnica llamada “motion-capture CGI”: imágenes generadas en computadora que se superponen a movimientos reales (como en Avatar). El resultado es magnífico: ver crecer a César es como ser testigos directos, y maravillados, de un mono jugando en medio de la selva, es reproducir el placer que sentimos al ver a gatos, perros o chiwankus jugando en nuestro jardín o living.

Ocho: Este “origen” del Planeta de los simios conduce a una certeza, al menos en cuanto a sus protagonistas humanos: es justo que, si no el mundo, los monos conquisten el cine. Pues es una película en que lo humano es deslucido y mediocre (incluyendo su caravana de clichés dramáticos), mientras que sus monitos son encantadores. Sólo les falta hablar. Y, hacia el final de la película, no les falta ni eso.

Y medio: Pensé, al ver esta película, en la mejor foto que conozco de Augusto Céspedes, nuestro gran narrador. Publicada por Mariano Baptista, la foto nos muestra a Céspedes de sombrero, mirando con intensidad a la cámara. A su lado, cómodamente apoyado en el hombro del escritor (y con una chompita para combatir los fríos paceños), su monito también nos mira, con la misma intensidad.

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