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domingo, 18 de septiembre de 2011

La doble vida de Walter Tercera incursión de la directora y actriz Jodie Foster en los universos familiares conflictivos

Es por demás sabida la autoritaria influencia de los medios de comunicación sobre la sociedad norteamericana. Blandiendo un moralismo puritano que huele a simple y llana hipocresía pueden acabar en un tris con la carrera de cualquier candidato a lo que sea, provocar la caída de un funcionario del más alto rango o mandar a la congeladora a la más empinada estrella del espectáculo. Algo de eso ocurrió con Mel Gibson, una vez que cobraron estado público sus excesos con el alcohol y las supuestas agresiones físicas y verbales contra su mujer.

Por ello mismo muchos críticos creyeron advertir en esta tercera incursión de Jodie Foster como directora el intento de ayudar al regreso a los primeros planos de su gran amigo Mel con una historia que pareciera tener sutiles enlaces con la del propio actor-director. Por lo demás la prensa se dedicó a refrescar en la memoria de la gente aquellos episodios escabrosos. Tal suma de malentendidos ha definido en última instancia la pálida respuesta obtenida por la película en la taquilla y su igualmente modesta repercusión crítica.

Estreno. De hecho, la película se rodó el 2009, pero quedó en statu quo hasta mediados del año siguiente, cuando los ecos más estridentes del escándalo mediático en torno a Gibson bajaron de decibeles. La distribuidora resolvió estrenarla en pocas salas, aguardando que su impacto le abriera nuevas posibilidades en el circuito, lo cual no ocurrió, porque al parecer los efectos del linchamiento mediático no se encontraban del todo disipados en el público.

Es de esperar que nosotros, lejos de ese circo amarillista de los impudores, podamos asumir una visión distinta, justipreciando de otra manera la tercera aproximación de la directora a los universos familiares. Las dos anteriores fueron Mentes que brillan (1991) y Feriados en familia (1995).

La trilogía opera desmontando críticamente esos universos familiares después de extraerles la sacarina usual, pero sin caer en los extremos del extrañamiento absoluto, aunque a momentos La doble vida de Walter coquetee con la demolición del conformismo de clase media suburbana, desde un clima bizarro, extraño, definitivamente perturbador.

Walter Black es un tipo con todo lo anhelado por las familias tipo, encarnación de la felicidad a plazo fijo: matrimonio pacífico, hijos, casa y hasta empresa propia. Sin embargo subsiste en una depresión, vecina del autismo, que le impide mantener el mínimo contacto con su esposa e hijos. Ella es presa de un hastío que finalmente la empuja a tomar una decisión extrema: echar al conflictuado esposo de casa, a ver si enfrentado al mundo vuelve a sus cabales.

Por su parte, los chicos reaccionan de distinta manera: el menor confronta problemas de rendimiento escolar, el mayor se atrinchera en un odio visceral al padre lejano y ensimismado.

De entrada, mientras la imagen muestra al personaje flotando, casi inerte, en la piscina hogareña, una áspera voz en off nos introduce al drama existencial, dejando constancia de que no hubo forma de volverlo a la realidad: terapias convencionales y de las otras fracasaron en el intento. Un poco más adelante, se conoce que el relator es el otro yo de Black: un ajado títere de mano encontrado por azar en un cubo de basura poco después de un fallido intento de suicidio. Walter atribuirá ese fracaso al muñeco, a quien adoptará como compañero inseparable e intermediario de sus pensamientos, que no alcanza a expresar sino por medio del castor de peluche, que poco a poco va adquiriendo autonomía.

Se trata de un alter ego entrometido, irreverente, un intruso cada vez más desaprensivo, cuya presencia terapéutica adquiere un sesgo ominoso y cada vez más agudo, aunque en principio facilite el regreso al hogar, el restablecimiento de un contacto elemental con la compañera y el hijo pequeño —el otro es definitivamente irrecuperable—, y hasta la retoma de la dirección de la fábrica de juguetes que “gerentará” a dúo con su acompañante.

“Amigo”. El bicho, omnipresente incluso en los momentos íntimos —el momento más inquietante de la trama es el curioso menage-à-trois entre Walter, su mujer y el castor— se apropia de modo paulatino de la personalidad de su “amigo”, trocando la relación manipulador-manipulado en una inversión de roles que aproxima la historia a la de otras películas donde un muñeco terminaba victimizando al ventrílocuo al que de inicio le prestaba su cuerpo inerte.

Sin embargo, esta línea básica del argumento alterna con una subtrama enfocada en Porter, el hijo mayor, afanado en la búsqueda de su propia personalidad y, al mismo tiempo, desesperado por atraer la atención de la apetitosa compañera de escuela que le tiene agitadas las hormonas. Con el paso de los minutos, esa línea va ocupando el centro de la narración, pero como se trata de una anécdota anodina, atenida a todos los lugares comunes del cine comercial, en lugar de aportar al clima perturbador del conjunto termina interfiriendo en la progresión dramática. Es como si la pugna entre Walter y su otro yo se reflejara en la colisión entre dos historias mal combinadas, resintiendo el humor negro, muy negro, que campea en la relación Walter-castor y aguando el retrato de otra familia disfuncional.

Tal vez el problema resida en el origen mismo de la película: un cuento de Kyle Killian que debió convertirse en novela pero acabó siendo un guión no exento de inverosimilitudes, extravagancias, diálogos algo sentenciosos y un cierto psicologismo rudimentario, producto de excesivas vueltas de tuerca a una idea que tiende a agotarse con el avance de los minutos y que las vicisitudes de Porter, sumadas más que integradas al conjunto para alcanzar el metraje requerido, no consiguen paliar.

Si el naufragio no es integral se debe al pulso de Foster para insuflar convicción en sus personajes, extrayendo lo mejor de Gibson y de sí misma en los papeles de dos almas torturadas que no saben cómo manejar sus vidas y las de los suyos. Reitera su capacidad para la puesta en imagen, sorteando cualquier tentación de copiar los artificios al uso y optando por la forma de un relato clásico centrado en los personajes y sus comportamientos, sin aderezos artificiales de forzada espectacularidad.

Ficha técnica

Título original: The Beaver. Dirección: Jodie Foster. Guión: Kyle Killen. Fotografía: Hagen Bogdanski. Montaje: Lynzee Klingman. Diseño: Mark Friedberg. Arte: Alex Di Gerlando, Kim Jennings. Efectos: Tim Rossiter, John Bair. Música: Marcelo Zarvos. Producción: Dianne Dreyer, Steve Golin, Keith Redmon, Ann Ruark. Intérpretes: Mel Gibson, Cherry Jones, Jodie Foster, Anton Yelchin, Riley Thomas Stewart, Zachary Booth, Jennifer Lawrence y Jeff Corbett. EEUU/2011.

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