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domingo, 24 de abril de 2011

127 HORAS

En alguno de sus incisivos textos Cornelius Castoriadis dejó anotado que si hay una especie especialmente ayuna de condiciones para la supervivencia es la humana, ejemplificando su constatación con el hecho de que es la única cuyos individuos pueden cometer una y otra vez el mismo yerro —pisar de manera reiterada en falso en el mismo lugar, digamos—, o bien ingerir muy suelto de cuerpo hongos venenosos, cosa que jamás haría ningún otro bípedo o cuadrúpedo. La ligereza con la cual Aron Ralston arriesga deportivamente su vida podría añadirse a la lista, si bien el desenlace también podría obrar como desmentido. En fin, todos cometemos errores de diversa monta en la vida, pero no siempre, o casi nunca nos tomamos el tiempo para pensar y aprender de ellos.

El jovial e hiperquinético protagonista de esta nueva película del Danny Boyle, director de la premiada y al mismo tiempo justamente denostada por la crítica Slumdog Millonaire (Quiero ser millonario), estaba habituado a las expediciones solitarias.

Así fue como un buen día de abril del 2003, sin dejar dicho hacia dónde se dirigía, se internó en el desierto de Utah para intentar una escalada en el cañón Blue John, con tan mala fortuna que luego de perder pie y provocar la caída de las piedras, su brazo derecho quedó atrapado por una enorme roca imposible de mover. Tenía a mano sólo un pequeño kit de herramientas, incluyendo su navaja suiza de bolsillo, una modesta cantidad de agua y unas barritas de cereal a guisa de alimento.

Para Ralston, el reto consistía en hallar la forma de zafar, antes que el desánimo y la debilidad física acabaran dejándolo entregado al destino, mientras para Boyle el desafío era armar, sin matar de tedio al espectador, un largometraje con esa historia de un solo personaje en un solo ambiente, materia que a lo sumo alcanzaba para un cortometraje. El escalador amateur encontró la manera, el director a medias, o mejor dicho entendió encontrarla descerrajando sobre el público un paroxismo visual armado con todos los artificios técnicos a mano, solución discutible si la idea era sumergir al espectador en el forcejeo solitario entre el hombre y la naturaleza y así hacerlo cómplice de esa pugna por sobrevivir en las peores condiciones adversas. Boyle se acobarda, duda de la densidad de ese episodio de obstinación para sostener el interés, pecando eventualmente de irrespeto hacia el protagonista.

Valor o instinto, da lo mismo, el muchacho no tenía escapatoria, debía arreglárselas solo para acertar con la mínima alternativa de salir entero, dicho esto sin ninguna ironía. Por el contrario, el director podía elegir entre concentrar su mirada sobre esa búsqueda, opción elegida en los momentos en los cuales opta por la focalización minimalista en el movimiento de un dedo o en almacenamiento de orín cuando el agua escasea. Son los menos. El resto del tiempo Ralston es asaltado por un turbión de recuerdos, fantasías y sueños volcado en múltiples flashbacks. Algo así como un caótico balance existencial acerca de las oportunidades malversadas, del valor de los afectos, del significado de la amistad y, cuando pareciera no haber remedio, de lo bueno que resulta estar en compañía. Moraleja ésta última convenientemente subrayada en el modo enfático característico de Boyle cuando Ralston grita y la cámara emprende un largo retroceso, empequeñeciendo la figura del muchacho contra un entorno desolador hasta dejarla reducida a un lejanísimo punto extraviado en el vacío.

Esa secuencia es una de las pocas fugas justificadas, al mismo tiempo que el atestado definitivo acerca de las flaquezas del estilo Boyle. Otro director, menos embelesado por la pirotecnia visual, hubiese clavado la cámara durante algunos segundos dejando a la angustia que crece en paralelo con la larguísima grúa en retroceso apoderarse por entero del espectador. Pues no, de inmediato el tratamiento vuelve al turbulento juego de planos, contraplanos, picados y contrapicados, interrumpiendo la empatía para trocarla en curiosidad y acertijo: ¿podrá finalmente soltarse?, charada resuelta adicionalmente de antemano por un título equivocado también, puesto que las 127 horas del mismo acotan de entrada la duración del drama.

Si no fuera que la trama reconstruye un episodio de la vida real, contada por Ralston himself en su novela Between a Rock and a Hard Place, podría pensarse que semejante personaje, auténtico paradigma de la exuberancia vitalista a menudo celebrada por las hechuras de Hollywood como la suma de un modo peculiar de transitar por la vida llevándose por delante convenciones y comportamientos, acercaba en último término este relato de triunfo frente a las circunstancias a la oscarizada demagogia miserabilista de Quiero ser millonario.

Al igual que en aquella, durante largos tramos de la narración, pareciera que Boyle desafía al espectador a probarse hasta dónde es capaz de aguantar el vómito. Si en su descenso hacia el infierno de la explotación infantil en las grandes ciudades indias el director mostraba con lujo de detalles cómo se les queman a soplete las pupilas a chicos explotados por la industria de la mendicidad, en su última entrega la sangre que chorrea por las piedras cuando Ralston concluye que la automutilación es la única vía de salida, es también la prueba de fuego para la resistencia estomacal del respetable. Que en ambos casos las cosas efectivamente sucedan así en la realidad no disminuye un ápice la necesaria pregunta acerca de si el brutalismo visual constituye la manera estética y dramática más legítima para acercar el cine a la condición humana.

A falta de uno, fueron necesarios dos directores de fotografía –Anthony Dod Mantle y Enrique Chediak–, ambos conocidos por el preciosismo impreso a sus trabajos precedentes, para que la acumulación sin respiro de pantallas divididas, movimientos ralenteados, secuencias cámara en mano, fragmentos grabados en digital, granulación forzada para conseguir distintas texturas, saturación de color, encuadres y angulaciones insólitas —incluyendo la subjetiva de un termo—, sostengan la parafernalia figurativa. Aporta lo suyo desde la banda sonora el compositor indio A. R. Rahman con una enfática compilación de ragas en versión tecno. En medio de todo ello James Franco se las arregla para componer un personaje convincente, salvando en definitiva a 127 horas del fiasco al que la sobreexcitación manierista de Boyle arrima una y otra vez la película.

Ficha técnica

Título original: 127 Hours. Dirección: Danny Boyle. Guión: Danny Boyle, Simon Beaufoy. Libro: Aron Ralston. Fotografía: Enrique Chediak y Anthony Dod Mantle. Música: A. R. Rahman. Producción: Bernard Bellew, Danny Boyle, Christian Colson. Intérpretes: James Franco, Kate Mara, AmbeTamblyn, Sean Bott, Koleman Stinger, Treat Williams, John Lawrence, Kate
Burton. USA/2010.

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