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domingo, 9 de enero de 2011

Más allá de la vida: sólo un poco más allá de la rutina

Uno: Clint Eastwood tiene 80 años y está sanito y en sus cabales. Tan es así, que -en los años en que podríamos imaginarlo jugando golf o recibiendo premios y homenajes a tiempo completo- se ha dedicado a dirigir, más que a actuar, a un ritmo capaz de matar de cansancio a alguien con la mitad de sus años. Como actor, Eastwood ha participado en 65 películas; como director, en 35, de las cuales diez han aparecido en la última década. Una por año.

Dos: Eastwood no está sólo. Parece ser parte de esa comparsa de directores que se despiden de la vida en la plenitud de sus talentos: Eric Rohmer, que como Eastwood empezó a dirigir tarde (su primer largo lo terminó a sus 42 años), trabajó hasta hace poco (murió el año pasado, a sus 90). O Alain Resnais, que a sus 88 está filmando ahora mismo una película anunciada para el 2012 (y que, a sus 85, logró una pequeña obra maestra, Temores privados en lugares públicos). O el gran director portugués Manoel de Oliveira, que el 2009 estrenó la estupenda Excentricidades de una rubia y que este año anuncia otra. Oliveira tiene 102 años. O Jacques Rivette a sus 82. O Andrzej Wajda a sus 84.

Tres: A diferencia del trabajo de los directores mencionados (todos profundamente idiosincráticos, ensimismados en un universo específico), el cine de Eastwood siempre ha sido tan bueno o malo, tan convencional o innovador, como los guiones o libros ajenos que ha escogido filmar. Aunque, puesto que es un gran director clásico, no pocas veces ha mejorado materia prima harto dudosa: la espantosa novela Los puentes de Madison County se convierte en sus manos en una película pasable; la regular Mystic River se transforma en una gran película. Y el buen guión de Los imperdonables da pie acaso a su mejor película o por lo menos a uno de los grandes westerns de la historia del cine.

Cuatro: Eastwood, quizá porque no hace milagros, es prolífico pero irregular. En las últimas dos décadas ha dirigido algunas películas memorables (cuatro, en mi opinión) y un montón de ejercicios cuyos méritos son menores y hasta inexistentes. Más allá de la vida pertenece a este segundo grupo: pasable, a momentos brillante, pero en general una empresa fallida ya en el papel.

Cinco: A la González Iñárritu (con sus babeles y amores perros), tenemos en Más allá de la vida tres historias independientes que terminan enlazadas al final de alguna manera (y ya volveremos a este punto: la mala manera de su conexión). Una periodista televisiva francesa es arrastrada en un tsunami, muere por unos minutos y, al regresar a este valle de lágrimas, ya no puede reconstruir su vida. Un niño inglés pierde a su hermano gemelo, sin el cual, se sugiere, es incapaz de funcionar. Y un psíquico deprimido trata de escapar de su talento (conectarse con el más allá). Cada una de estas historias está marcada por la obviedad, por giros dramáticos esquemáticos y previsibles, por recetarios hollywoodenses archiconocidos, por tensiones e ironías de una banalidad soporífera. De las tres, la peor es la historia de la francesa (un compendio de clichés), mientras que las otras dos tienen sus discretos encantos. El final de la película -que no se preocupa siquiera de trabajar un nivel básico de verosimilitud- es como un apurado y torpe “ya llegamos al final, así que acabemos con esto de una vez: happy end”.

Seis: Pero Más allá de la vida es una película de Eastwood. Si algo nos enseña su último cine es que -incluso cuando filma malos guiones- Eastwood es interesante en los detalles. Hay escenas en Más allá de la vida que son redimidas por el trabajo de dirección: sobrio, controlado, renuente al exceso sentimental o estilístico.

Siete: Pongamos un par de ejemplos: la película se abre con la espectacular secuencia de un tsunami arrasando un sitio turístico. La parte “espectacular” es asombrosa, pero desdeñable (no en vano Steven Spielberg es uno de los productores), con sus imágenes de computadora algo deficientes y ya cansadas (¿no hemos visto decenas de secuencias similares en los bodrios de Emerich dedicados a recrear “el fin del mundo”?). Pero este obvio clímax inicial es pronto acompañado por una cámara que asume el punto de vista de la protagonista luchando por su vida en el agua: hermoso trabajo de efectos y montaje que Eastwood logra pese a que no hay nada parecido en su cine anterior.

Otro ejemplo: el psíquico se relaja asistiendo a clases de cocina. En ellas, uno de los ejercicios consiste en hacerle probar ingredientes a su compañera de banco, con los ojos vendados. Esta secuencia, que en el guión nos imaginamos despachada con un rápido y tradicional plano/contraplano (él/ella/él/ella/él/ella, etc.), bajo la dirección de Eastwood se convierte en una larga secuencia, rica en detalles y pausas, lenta recreación de una seducción mutua y con los ojos vendados. Es más: el más tradicional recurso del cine -el plano/contraplano- es en toda la película de una delicadeza tal que serviría muy bien para ilustrar clases sobre el asunto: prueba tal vez que un plano-contraplano no tiene por qué ser un simple plano-contraplano.

Ocho: Los placeres que reporta la película radican entonces en esos detalles, lo que Borges llamaba “magias parciales”. La experiencia de verla es la de leer una mala novela que sin embargo revela a un escritor cuyo estilo admiramos y cuyas frases pueden, a veces, ser perfectas. Nada en Eastwood es, por otra parte, un exhibicionismo: se toma su tiempo, se demora o se apura, respetando una manera de contar que habla de su edad, es decir, de su fidelidad a formas ya infrecuentes en el cine de hoy. A ratos esa manera es formulaica en sus recursos (como cuando cada vez que nos trasladamos a París se nos muestra la Torre Eiffel o el Arco del Triunfo; o como cuando la música -que es del mismo Eastwood- se vuelve una melosa sobredeterminación de las escenas), pero a ratos demuestra algo así como la posibilidad de escribir bien una mala historia.

Y medio: Y ya que hablamos de experiencias cinematográficas, mencionemos la siguiente: la de la aguda pérdida en Bolivia de las maneras de mesa que acompañan (o deberían acompañar) el ritual del cine. Quizás porque dejamos de ir a salas por mucho tiempo, el regreso de hoy está marcado por la desconsideración: gente que contesta celulares, come ruidosamente, tira la comida (porque “otros” van a limpiar), charla o comenta lo que ve en la pantalla. Es como si, luego de años de comer solos -en casa y en ropa interior-, saliéramos al mundo incapaces de comportarnos en público.

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